“La pinta es lo de menos/ vos sos un gordo bueno/ alegre y divertido/ sos un gordito simpaticón”, dice el coro de una balada de Palito Ortega que, valga la aclaración, escuchaba cuando era muuuy chica. Bueno, lamento pincharle el globo o la panza al amigo de la canción, porque la realidad es que para conseguir ese trabajo, negocio, contrato, entrevista o hasta beso, no basta con ser simpaticón. Necesitas ser notado, recordado, respetado, deseado, pero no solo por aquellos que te miran, sino sobre todo por ti.
Afortunadamente, la pinta no depende de con lo que Dios te trajo al mundo. Eso sería como quedarte con tu paquete básico de megas y ya sabemos que eso nunca es suficiente. La pinta no debería responder a “es lo que hay” y, para ello, existe tu estilo de ropa (ojo, no estoy hablando de marcas, sino de estilo), esa caja de herramientas que, aunque externas, alimentan nuestro interior. De hecho hay una serie de estudios científicos que demuestran que vestirte de cierta manera ayuda a cambiar tu ser interno.
Sin ir muy lejos, acuérdate cómo te sentiste cuando tu amiga te jaló de los pelos a la ducha y te hizo poner tu mejor vestido luego de haber estado empijamada todo el fin después de una ruptura o la enorme diferencia que hace en tu propia estimulación saber que en esa cita amorosa no estás con tu calzón de florecitas, sino con ese blanco atrevido. Definir un estilo de ropa, aunque pueda sonar superficial, tiene el más profundo de los efectos porque, independientemente de nuestro peso o billetera, nos permite construir la imagen que buscamos proyectar hacia fuera y creérnosla hacia dentro. En otras palabras: puedes ser lo que quieras, pero, ojo, sin traicionar tu esencia, porque en vez de persona parecerás caricatura.
Hace un año, cuando decidí renunciar a mi puesto de ejecutiva para convertirme en empresaria, asumí que tenía que cambiar mi estilo. Dejar a un lado mis tacos y vestidos que por tantos años me habían acompañado y que me hacían sentir fuerte, segura y sexy, para abrazar la ropa suelta con zapatillas. Supongo que fue producto del imaginario que tenía del prototipo de empresaria, sumado a mi crisis de los 40 (que se activó más todavía cuando en el supermercado dejaron de decirme señorita). Recuerdo que entonces un amigo me acompañó de compras y prácticamente me golpeaba con un palo cada vez que me acercaba a lo que me había hecho sentir tan feliz por tantos años.
Otro día, una amiga ejecutiva que había conocido en todo este trance, me dijo mientras almorzábamos: “Luciana, en las tres veces que nos hemos juntado he visto a una ejecutiva, una chica dark y una mami que acaba de hacer movilidad”. Fue dura, pero tenía razón. Abandonar mi esencia me llevó a ser una caricatura de la emprendedora y no mi propia versión de ella, una que disfruto y que me hace sentir poderosa y en control. Hoy volví a mis tacos hasta para mis trabajos de campo y créeme que camino mejor que en zapatillas.
Llevándolo a otro extremo, Ru Paul, una de las personalidades estadounidenses más influyentes en la cultura popular de los últimos años, creó hace más de 10 años Ru Paul Drag Race, un reality protagonizado por drags queens. El show hoy es un fenómeno mundial, con premios Emmy en su haber y millones de seguidores. Pero sin duda lo más interesante del programa es ver cómo para los concursantes ni el peso ni el sexo son un issue para crear esa drag que, con más de 130 kilos, puede sentirse la más deseada criatura. Creo firmemente en remplazar eso que nos recomendaron de: “debes vestirte como te sientes”, por: “vístete como te quieras sentir”. Nada te detiene de ser lo que tú quieras mostrar y sentir porque, como bien dice Ru Paul: “Al mundo todos venimos sin ropa y todo lo demás es drag”. //