Trataba de usted al que no trataba de usted, escribía en hojas bulky a mano y para salir en la TV, siempre se ponía saco, chaleco y corbata. Cada tanto, además, una tos impertinente, una garraspera para delatar que, aunque pareciera, no era un extraterrestre. Nunca un cabello sin peinar, nunca un color que desentone y nunca, lo más importante, un adjetivo incorrecto, una pronunciación torcida, una noche sin respuestas, que es otra forma de decir, preguntas. Para referirse, por ejemplo, a los celos, a Marco Aurelio Denegri no le bastaba con lo que sabía: necesitaba citar, oh redescubrimiento para nuevos jóvenes: a Aristóteles, a Pascal, a Voltaire.
Sería bueno decir que los más curiosos, al día siguiente, iban a buscarlos en una biblioteca. O ya, en Google. Hablaba de leer como otros hablamos de comer.
Pese a ser un señor de manos gigantes, lentes exagerados y carcajada irónica de parlante, Marco Aurelio Denegri parecía un hombre amigable, cercano. No calzaba en la figura del nono, pero tampoco del dictador. Representaba, básicamente, a un maestro que enseñaba -aunque redunde- y que, a partir de su profundo conocimiento en la crítica literaria, la lingüística, la gramática, la lexicografía y, sobre todo, la sexología, decía algunas cosas que otros no sabían cómo decir.
Repetía el señor Marco Aurelio Denegri, por ejemplo, los malos que están acabando con la humanidad. “Las enumero -escribió en julio del año pasado, en su columna en El Comercio-”:
1) Superpoblación.2) Violencia.3) Drogadicción y narcotráfico.4) Terrorismo.5) Destrucción ecológica.6) Calentamiento global.7) Aumento de las enfermedades.
Remató: “A todo lo cual se agrega la disminución de la inteligencia en el mundo y el boom consiguiente de la estupidez”.
Quizá fue el único intelectual peruano en los últimos 30 años que dijo, primero en el cable y luego en la señal abierta de canal 7, que los peruanos éramos -algunos, no todos- unos imbéciles, unos estupidos. Y conseguía que nadie se enoje y más bien, lo piense. En serio. Ese ejercicio que da mirarse en el espejo.
Una noche del 2000, vía Cable Mágico Cultural, Marco Aurelio Denegri dijo que el fulbito “no existe”. Se refería, como es obvio, a la palabra, no a la práctica. A la etimología, no a la pichanga sin arcos de la esquina. Dijo que si se usaba el diminutivo era “futbolito” o, de última, “futbolín”, pero los adolescentes que vimos ese programa encontramos allí una razón más para entender por qué le costó tanto a la selección clasificar a un Mundial. Por qué los años de tristeza. No solo no existía el fútbol peruano, tampoco su fulbito.
Con esa misma frialdad, muy parecida a la de un carnicero cuando filetea una picanha, leía, corregía, enseñaba, pulía, trabajaba, recitaba. Y hacía escuela en el ambicioso espacio en que debe hacerse: para todos. Quizá, por justicia, su obra se vuelva ahora best seller.
Ha muerto Marco Aurelio Denegri, un intelectual. El gigante gruñón al que todos querían entregarle su libro para que lo lea. Muy a su pesar, será tendencia en Twitter, viral de YouTube, posibilidad de meme. Y muy a nuestro pesar, se va con él una rara especie que no abunda, que sorprende, que horroriza.
Delante de la TV que tanto les gusta, los más chicos sabrán cómo era el hombre de las cavernas, nuestro antepasado. Un hombre que lee.