“La del soplo —dice Carlos Salvador Bilardo en el documental 1986, la Historia detrás de la Copa— fue una de esas buenas lecciones que aprendí para la vida. A cada alumno nos daban un enfermo y así. Lo veíamos un rato y para mí, tenía un corazón normal. Cuando viene el doctor, ausculta y dice: “Bilardo, aquí hay un soplo. Ausculte otra vez”, me dice. Yo tenía 19 años, imaginate. Ausculté y dije: “Si este tipo dice que hay un soplo, bueno, hay”. El doctor me emplazó: “No. No tiene nada. No se deje llevar por nadie. El enfermo es suyo. La ultima palabra es suya”.
Ese hombre, ex futbolista, doctor, inventor sudamericano del 3-5-2, campeón de mundo con Argentina en México 86, estuvo en la sala de redacción de El Comercio en el Jirón Miró Quesada, testigo de cómo el diario preparaba la edición del 26 de abril de 1960.
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Los entrenadores también tienen un pasado. Fueron futbolistas, antes hinchas, y alguna vez niños. Todas esas etapas son las piezas del rompecabezas que permiten entender quiénes son y adónde van. La biografía de Ricardo Gareca, el técnico de la selección peruana, tiene un coprotagonista paralelo que lo marcó a fuego: Carlos Bilardo. Fue él quien lo sacó de la lista del Mundial de México. Y fue él de quién observó esos curiosos modales que se le conocen en Lima desde su etapa en la ‘U’ 2007: el Gareca de las cábalas.
¿Tan influyente puede ser Bilardo? Un par de ejemplos: desde que en su etapa de futbolista en Estudiantes LP —el once que salía a jugar al campo con alfileres para pinchar a su rival— su equipo perdió dos partidos y de cena hubo pollo, nunca más sirvió pollo. Una tarde del 86 se presentó a la concentración de Argentina un peluquero llamado Javier Leiva. Cuando le dio la mano le dijo: “Usted es un ganador”. Le cayó bien a Bilardo, ganaron el debut con Corea y desde entonces fue su peluquero oficial. Pasó lo que era lógico: el hombre que borró a Gareca de ese Mundial se cortó el pelo hasta la final con Alemania.
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Hay mil cábalas más en “Doctor y Campeón” (Planeta), la autobiografía del Narigón. Gareca lo tuvo como técnico de selección dos años antes de esa Copa, tiempo suficiente para ser testigo de sus obsesiones. Una tarde del 2007, cuando ya era técnico de la ‘U’, Ricardo Gareca se encontró con Javier Chirinos, entonces parte del staff de entrenadores de las inferiores pero además, su vínculo más tormentoso con Perú. Chirinos había sido empujado por Pasculli para ese 2-2 del Tigre en cancha de River que clasificó a Argentina al Mundial. Sin ese gol no habría Mano de Dios ni Maradona. Ese partido que en estos días se ha repetido 200 veces. Sin la fama de hoy ni la aprobación exagerada de las encuestas, un par de periodistas de El Comercio vieron ese encuentro. Chirinos se presentó, le dio la mano, sonrieron con cortesía y se fue. Gareca vestía el buzo negro de la ‘U’, demasiado corto para sus largas piernas de ‘9’. Y no se le iba la sonrisa.
—El profe vino a desearme buena suerte—, me dijo, con ese tono bajo cero que ya le conocemos.
Y sí, es un hombre con estrella.
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Esa tarde de abril de 1960. Bilardo tenía apenas 22 años y jugaba por el club San Lorenzo de Almagro. Dos años antes de ese viaje a Lima, el Narigón había debutado en el primer equipo del club de Boedo. Según su libro autobiográfico Doctor y Campeón, la misma madrugada en que iba a debutar en Primera, el entrenador argentino revisaba el corazón de una rana. Fue su madre quien le avisó.
Raya al costado, camisa a cuadros y pullover con botones, Bilardo revisó algunos tomos de la Hemeroteca, contestó un viejo teléfono de tubos e incluso pidió una máquina de escribir que ocupó donde hoy se empolvan teclados de última generación, producto de la pandemia. Del bidón de Branco a la copa de “gatorei”, del amor al odio con Diego Armando Maradona, un personaje que cambió el fútbol. No fue su padre, pero sin duda le puso su apellido.
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