Los characatos señalan que la Ciudad Blanca “no es sierra ni costa, sino cuesta”, por el esfuerzo que realizan los coches para llegar a sus dominios. Bajo el Misti se inició esta aventura que nos llevaría a una de las joyas del litoral arequipeño. Nos descolgamos de la capital del rocoto y el chupe para aterrizar en el prodigioso valle del río Tambo, cuyo verdor se extiende hasta el mismo océano.
En la desembocadura del Tambo observamos una inusual multitud alada. No es casualidad: allí se encuentra el Santuario Nacional Lagunas de Mejía. Sus humedales flanqueados por juncos y gramadales acogen a 210 especies de pájaros. Vimos miles de aves, pero las que nos sorprendieron fueron un águila pescadora capturando su combo entre sus garras, un bello ejemplar de siete colores de la totora en posición caleta y un par de pingüinos que aprovechaban la corriente fría de Humboldt para correr espumosas olas.
A un suspiro de esta área protegida, la avenida Costanera Norte conduce al elegante balneario de Mejía, de corazón republicano. En un vértice de la plaza se levanta la ‘1911’, una casona verde de dos pisos que fue construida ese año y que los lugareños dicen que está embrujada. A dos cuadras, la playa es limpia y mansa. En cambio, Mollendo (capital de la provincia de Islay), a 20 km de distancia, es más popular y su oleaje tiene oscilaciones. Entre las playas 1 y 2, sobre un pequeño promontorio, se erige el notable Castillo Forga, monumento histórico nacional. Después de saciarnos con un perol de mariscos, plato bandera de esta ciudad, que sabe de barquillos y lapas, cerramos este circuito estival regresando a Arequipa en medio de un paisaje árido. El carro jadea, le ‘cuesta’ la trepada a la Ciudad Blanca. //