ACTUALIZACIÓN 29/03/2021: Fue uno de esos viajes que te marcan. El 2018, con el siempre confiable lente de Anthony Niño de Guzmán, fuimos a las alturas del Cusco a conocer la tradición anual de renovación del puente Q´eswachaka, conocido como el último puente colgante de paja de la época de los incas. Fueron tres días los que acompañamos a la comunidad en un proceso que han repetido desde hace 600 años, sin variables: laos miembros de cuatro comunidades se juntan con días de anticipación al borde de un camino para trenzar un puente de soga. Es lo que hacían sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos y nadie lo cuestiona: es lo usual y lo que toca para preservar su tradición e identidad.
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Cuando el nuevo puente está tejido, las comunidades van hasta el lugar en donde está el antiguo puente Q´eswachaka, lo cortan y dejan caer al río y en su lugar se coloca el nuevo. Lo que no había pasado hasta este año es que, sin mediar acción humana y por culpa del COVID-19 y el aislamiento social, el puente se cayera. Esto pasó la semana pasada. Las lluvias hicieron estragos en su estructura y el Q´eswachaka se vino abajo sobre el río Apurímac. Lejos de lamentarse o pensar en supersticiones, los comuneros de las localidades de Ccollana Qewe, Chaupibanda, Huinchiri, Choccaihua han anunciado que a partir de este 15 de abril iniciarán las obras de reconstrucción de este puente tan importante para su mantener su espíritu de comunidad.
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Lo siguiente es la crónica sobre el viaje del Q´eswachaka aparecida en la revista Somos el 18 de junio del 2018:
En las pesadillas de niño de Victoriano Arizapana (59), comunero de Huinchiri, a tres horas de la capital cusqueña, estaba la figura inquietante del puente. El susto no era nuevo porque ya lo había vivido antes, todas las veces que su padre lo sentaba sobre las sogas temblorosas del Q’eswachaka, para enseñarle la ancestral técnica de tejer el último puente inca. Era ahí cuando surgía el vértigo y miedo al abismo, como si las aguas mismas del Apurímac lo llamaran. Leonardo Arizapana, el padre de Victoriano, era respetado en Huinchiri por ser el chaka cama o ‘señor del puente’. Su trabajo consistía en sentarse sobre las cuatro cuerdas que la comunidad había tendido un día antes, cruzando el Río Apurímac, y una vez ahí, sin barandas, tejer la base del ingenio de paja. “Miedo me daba, se movía todo”, dice Victoriano.
Hace más de 25 años que el miedo se fue. Él es ahora el chaka cama, y ese es un cargo honorífico, quizá el mayor entre las comunidades de Huinchiri y las aledañas de Ccollana Qewe, Chaupibanda y Choccaihua. En enero, estas comunidades, situadas a 4.700 metros sobre el nivel del mar, se enfrentan como enemigos encarnizados en batallas salvajes a pedradas que suelen dejar más de un muerto. La sangre vertida es vista como un pago a la tierra. Pero cuando llega junio, todos son ejemplos de amistad y cooperación, pues tienen una misión más elevada que cumplir: continuar con la tradición anual de desarmar y volver a construir el puente de paja.
Como vía de comunicación, el Q’eswachaka forma parte del Qhapaq Ñan (Camino del Inca) y se le echa unos 600 años de antigüedad. El puente a través de los siglos fue una vía importante de comunicación para los huinchiriños, para poder comerciar su ganado y sus cosechas con los distritos vecinos de Ccollana Qewe, al otro lado del río. También era una vía indispensable hacia la diversión, hacia las corridas de toros que ocurrían en zonas cercanas.
En 1964 se construyó un puente de metal, resistente, a unos 100 metros del Q’eswachaka y es la vía que se usa actualmente para el tránsito. Pero la tradición a veces puede entenderse como un fuego que hay que mantener vivo, porque la cosmovisión andina es así, circular. Aunque ya no lo usen, las comunidades se han empeñado en que el puente de paja se mantenga como una conexión espiritual entre ellos.
Los huinchiriños se hacen llamar a sí mismos chakaruaq, con orgullo. Se puede traducir como ingenieros o constructores del puente. Verlos trabajar es como tener una oportunidad privilegiada de echar un vistazo al pasado. Más de mil comuneros se ponen de acuerdo con un mes de anticipación y la segunda semana de junio se reúnen para entregar sogas de 47 brazas (un poco más de 50 metros) que ellos mismos han hecho con la ccolla, una planta silvestre que crece en todos lados y que algunos confunden con ichu. La cortan con una hoz, la remojan y, con una técnica de enroscado a dos manos, construyen una soga pequeña, que va creciendo en largo según le añadan más paja.
Las sogas recopiladas se colocan luego a lo largo de la carretera y es ahí en donde empieza lo bueno. La parte divertida. Estas sogas se van trenzando unas a otras hasta hacerlas más y más gruesas; tanto, que cuando terminan se necesita de un pequeño ejército para poder levantarlas del suelo. La fase del tensado recuerda el juego de la cuerda, y ellos mismos lo ven así. Cincuenta hombres se reparten a ambos lados de la soga y empiezan a tirar de ella, como si fuera un concurso de colegio o de gymkana. Se divierten mientras se caen y se tropiezan, pero es una parte importantísima del proceso: si la soga no está tensa, el puente simplemente podría irse abajo.
A un lado del puente, Cayetano Conahuire (66) realiza una antigua ceremonia de pago a la tierra. Arma un fuego con trozos secos de estiércol de vaca que de inmediato empiezan a arrojar un humo dulzón, y ahí echa hojas de coca, mazorcas de maíz, huevos, chicha y un poco de cerveza. Si la mezcla explota, es un buen augurio. Desde hace 25 años, Cayetano es el sacerdote andino del Q’eswachaka y asegura poder conversar con los apus de tú a tú, como si le hablara al periodista que lo interroga. “Si uno no hace el pago a la tierra, desgracias pueden ocurrir”, dice y rememora tiempos extraños de inopinadas descargas eléctricas, malas cosechas y ganados que de pronto ya no daban cría. “Desde que yo estoy, no ha ocurrido nada de eso, pero antes sí, por eso cambiamos la fecha: antes esto se hacía en enero, ahora junio es mejor”.
No hay un consenso claro sobre por qué se cambió la fecha de celebración de la tradición. Hay quienes dicen, como el alcalde de la municipalidad distrital de Qeue, Beltrán Huillca, que esto se hizo porque antes la tradición transcurría en temporada de lluvias y el barro representaba un problema logístico y de seguridad para construir el puente. Los comuneros más antiguos recuerdan cosas distintas. “Hace 26 años un rayo cayó sobre el hijo del presidente de la comunidad, y por eso es que hemos cambiado. Es como algo que está maldito, por eso pasamos la fecha para acá”, cuenta Justo Callasi (58), comunero de Huinchiri y nuestro amable guía a lo largo del viaje.
El sacerdote andino advierte también que otros peligros pueden ocurrir si el periodista no hace un aporte simbólico a la mesa de ofrendas. “Un periodista que no aportó se cayó una vez”, aclara. Nadie más corrobora su versión, pero es mejor no retar a las fuerzas superiores. Clink.
El segundo día de trabajo, el puente antiguo es arrojado al río y se sientan las bases del nuevo. Cuentan que es necesario hacerlo así porque las lluvias deterioran la instalación y es mejor renovarla desde cero. El antiguo cae sobre el Apurímac y se pierde más allá de unas rocas. Con las bases nuevas puestas, los chakaruaq se sientan a cada extremo de la base y empiezan a tejer. Otros chakaruaq, detrás de ellos, van armando las barandas, también hechas con paja. El público contiene los suspiros porque retar a la gravedad de esa forma es de valientes. Las mujeres del pueblo miran todo desde arriba de la cañada, porque por tradición no pueden bajar. “Es mala suerte”, dice Justo. Con el puente casi listo, empiezan a llegar las autoridades, como el ministro de Comercio y Turismo, el cusqueño Roger Valencia, junto con el padrino del puente de este año, Alfredo Torres, director del BanBif, quienes desde el 2009 asumieron el padrinazgo del puente, mediante su área de responsabilidad social. Bajo sus auspicios se consiguió que se declare al Q’eswachaka como Patrimonio Inmaterial de la Nación, ese año. Y en el 2013, la Unesco inscribió al puente en su lista representativa de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
El Q’eswachaka está listo cuando los dos tejedores se encuentran a la mitad del puente. Han pasado unas dos o tres horas desde que empezaron a hilar. Difícil imaginar un momento más emocionante para coronar los tres días de trabajo. Los ingenieros se abrazan y todos los presentes se unen en un gran aplauso. Al día siguiente celebrarán la hazaña con un festival, pero eso es otra historia. //