Hace tiempo apareció en los periódicos la noticia de un perro que dormía en el cementerio, al lado de la tumba de su dueño. Primero fue noticia en la prensa de la ciudad, más tarde se hicieron eco los medios gráficos del país y un día llegó la televisión francesa e hicieron un documental. Desde entonces el perro se convirtió en un destino turístico: llegaban de todas partes al cementerio y le sacaban fotos.
Una tarde fui a visitar al perro y era verdad: no se movía de la tumba de su dueño. Era un ovejero alemán y ya estaba viejo. Cinco años hacía que velaba a su amo en verano y en invierno. Me pregunté cómo había hecho para llegar, solo, a la tumba de Guzmán, su dueño; y también me pregunté qué pensará ese perro de todos nosotros, los turistas que visitamos el cementerio para fotografiarlo. Me acerqué al perro, le acaricié la cabeza y creo que él me dijo esto:
Yo nunca supe que mi dueño se llamaba Guzmán. Me enteré por los periodistas. Y tampoco supe nunca que Guzmán estaba muerto. Es mentira que yo lo sabía desde el principio. No me voy a andar haciendo, a esta altura, el perro inteligente. Yo qué sé si Guzmán estaba muerto o si estaba escondido en ese agujero en la tierra. Quizás estaba jugando, quizás un día salía. Yo no sé cómo funciona un muerto.
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Yo soy un perro, señor, y los perros entendemos de olores, nada más. No entendemos de muerte, ni de lealtad, ni todas las idioteces que dice el periodismo sobre mí, para llenar dos minutos de informativo y hacer emocionar a las viejas. Los perros sabemos mucho, pero muchísimo, de olores. Mi dueño, Guzmán, tenía un olor dulzón cuando venía contento del trabajo. Y tenía otro olor, muy áspero, cuando venía triste. Eso es todo lo que sé.
Yo lo podía oler cinco, seis minutos antes de que entrara por la puerta. Nadie lo olía como yo a ese hombre. Si Guzmán venía con olor dulzón a contento, enseguida agarraba la correa y me sacaba a pasear. Me hacía mover la cola que parecía una hélice yo. “Vamos, Capitán”, me decía, “Capitán viejo y peludo”, y yo me meaba.
Pero si Guzmán venía con olor áspero a tristeza, entonces yo me agazapaba atrás de la puerta para hacerle alguna gracia y ponerlo contento. No siempre me salía. A veces me revoleaba una patada y se iba a dormir. Pero otras veces yo conseguía hacerlo reír. Cualquier idiotez bastaba: me perseguía la cola, me masticaba una mosca en el aire, simplezas que hacemos nosotros cuando el dueño viene mal de ánimo. ¡Ah, lo que se reía ese hombre conmigo!
Yo nunca supe que se llamaba Guzmán, ni que se había muerto. La historia fue así: Un día lo esperé toda la tarde y no apareció. “Qué raro”, me dije. Esa noche dormí en el zaguán. Al otro día tampoco vino del trabajo. Ahí ya me empezó a preocupar, porque no me había dejado comida para dos días. Y él no era así... Esa misma noche se apareció la exmujer a buscar ropa de él, y yo dije: “Uh, esta mujer otra vez”. Entonces, cuando se fue, la seguí. Me acuerdo que salió a pie derechito por la avenida principal hasta que entró al hospital público.
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Y yo me pasé dos noches ahí afuera, sobre la calle, mirando la puerta doble del hospital, sin saber qué pasaba. Me comí una paloma; tomé agua del charco. Asusté a unos chicos. Al otro día le ladré a una camioneta. Y en un momento sentí el olor de Guzmán de nuevo, ese olor a dueño, lo sentí: más triste que nunca estaba. Miré para ese lado y unos tipos lo iban metiendo en una ambulancia blanca. Y me fui atrás de la ambulancia, al galope. Porque tenía un olor a tristeza Guzmán, a resignación, a formol. Y yo tenía que estar con él, yo tenía que ponerlo contento.
En una de esas la ambulancia se detuvo y lo metieron a Guzmán en este agujero, y le pusieron tierra encima y una piedra blanca. Y yo me quedé acá a ver si sale, como cuando me quedaba atrás de la puerta, en casa, los días que Guzmán llegaba del trabajo arrastrando los pies.
No sé cuánto tiempo me habré quedado acá, señor. Un año, cinco años. Qué sé yo. No somos de contar la fecha, los perros... Además, no es nada del otro mundo esperar al dueño un tiempo prudencial.
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No sé por qué aparecieron los periodistas. Creo que soltó la lengua la exmujer, Marta. ¡Qué escandalosa, esa mujer! Primero apareció un muchacho de La Voz del Interior. Después llegó una chica de Clarín, de Buenos Aires. Y un día aparecieron los franceses a hacerme una película. Ahí ya se desmadró. Me filmaron sacando pecho, me lavaron el pelo con champú. Me hicieron famoso. Los otros perros del barrio me decían Rintintin en la filmación. Lo que culié esa semana, por el amor de dios.
Y desde ahí cada tanto aparecen contingentes de gringos para sacarme fotos, y me dejan carne picada, me dejan chorizo. Me pusieron un collar... Una vez dos japoneses quisieron llevarme con ellos, y le tuve que morder la gamba a uno. Ni de casualidad me van a sacar de acá. Yo en el cementerio, hasta el final. Yo acá hasta la muerte. Mire si un día se levanta del agujero Guzmán, y yo no estoy para hacerle fiesta. //