Un día de noviembre del 2021, Mario Vargas Llosa mira el Bar Queirolo, detrás de una puerta. En la otra, que se ve desde la Plaza San Martín, algo ensaya Julio Cortázar. Por la tercera puerta, oculto en la elegancia de su traje plata, descansa Leoncio Bueno. La cuarta puerta completa la psicodelia: es Gustavo Cerati, con el look de Sueño Stéreo, el disco que era confort y música para volar. Ocurre todos los días, desde las 10 de la mañana hasta las 7 de la noche: en el jirón Quilca 200, una esquina de techos altos de corte colonial, Mabel Cueva Cueva los reúne, a ellos y a otros escritores más, en este ambiente del Centro de Lima donde provoca acampar. Mirar qué hay más allá de las obras que ella expone, cuida, y también vende, de los hombres más brillantes de la literatura universal. Mabel Cueva le ha puesto un nombre sencillo: La Librería del Centro. La casona tiene unos 120 años de construida, según mis pesquisas, pero diría que nuestros bisnietos la verán cumplir 120 años más.
“Mi sueño es que este lugar, mi lugar, se convierta en un gran centro cultural. Donde podamos hacer conversatorios, presentaciones. Donde cualquier limeño que pase por aquí respire lo que yo respiro, paz”, dice ella, dos meses después de abrir las cuatro puertas de madera de La Librería del Centro, donde habitan todos esos genios y desde donde se puede ver el Bar Queirolo, la Colmena, el edificio Giacobetti, la Plaza Italia, el piano del Múnich, la gente pasar y pasar.
O sea, un poco de paz.
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Mateo, Marcos, Lucas, Juan. Hechos. Romanos. Gálatas. Efesios, Filipenses, Colosenses. Primero y Segunda de Tesalonicenses. Mabel Cueva no recuerda con exactitud cuál de los libros del Nuevo Testamento fue, pero sí que su lectura, cuando era una niña, sembró una semilla. “Tenía cinco años, yo creo. Mi idea de leer viene desde allí, me gustaba mucho leer”, dice hoy. Cuando entró al colegio, su relación con los libros le dio su primera jefatura: era la delegada de la profesora de Literatura. La encargada de entregar copias, leer algunos párrafos, aprender de títulos y autores. En casa detectaron su devoción, y cómo ocurre con las familias de altísima nobleza, encendieron la llama: “Si te gusta tanto leer, entonces debes elegir una carrera de letras”, le dijo su padre. Entonces postuló a la universidad que soñaba, San Marcos. Donde Jorge Basadre, Raúl Porras Barrenechea, César Vallejo, José María Arguedas, Mario Vargas Llosa, Blanca Varela, y otros ilustres peruanos más, habían estudiado. Pero Mabel venía de un colegio nacional y no alcanzaban las monedas para prepararse en una academia. El puntaje no fue bueno pero fue fuego: si los libros eran su compañía, pues entonces ella iba a buscarlos dónde estén. Era el año 2000.
—¿Qué pasó luego de que postulaste a San Marcos?
—Me compré El Comercio y revisé los anuncios clasificados. Ahora es increíble decirlo: si uno quería buscar trabajo tenía que ir a los clasificados de El Comercio. Entonces encontré uno, una especie de milagro: “Se necesita señorita para vender libros”. ¡Oye! -me dije- Esto es lo único que yo puedo hacer. Recorté el aviso y fui a buscarlo. Cuando conocí al señor, asu, lo único que yo vi fue a alguien admirable, muy culto, un señor que sabía mucho. Hablamos y bueno. Dejé el teléfono de mi tía, un fijo.
—Y te llamaron.
—A los días, justo a la 6 de la tarde, me acuerdo clarísimo, me llamaron. No era una gran librería, solo un puesto para vender libros, en el jirón Camaná, aquí cerca. Y allí empecé, hace 21 años. Cada vez que el dueño me pagaba, también me regalaba un libro. Aprendí muchísimo por casi 3 años. Leí todo lo que alguien puede leer. Me encantó. Y bueno, luego me independice.
—¿Cómo fue ese proceso? ¿Cómo nació La Librería del Centro?
—Cada cumpleaños, cuando me decían, pide un deseo, el mío era: “Dios, por favor, ayúdame a encontrar un espacio. Mi tiendita”. Los libros que a mpi me gustan, a hablar con mis clientes, a mostrarles esta belleza. Toda la vida busqué libertad en mi trabajo, tener algo mío. Y hacerlo como a mí me gusta. Entonces, hace dos meses, en el peor momento de la pandemia, encontré este esquina de Quilca y Camaná.
—Hace poco vi una edición de Lumen, 1967, de Los Cachorros, de Mario Vargas Llosa. ¿Cómo consigues esas primeras ediciones preciosas que tienes en la librería?
—He viajado por todo el país con los libros. Ahí conoces gente, que te trae libros para vender, y que confía en ti. ¡Me hubiera gustado nunca vender Los Cachorros!, pero estoy recién empezando y era necesario. Yo muero por tener una especie de vitrina donde se exhiban solo primeras ediciones. Solo para que la gente los vea, y admiré el trabajo de nuestros escritores. Ese es uno de mis sueños.
—¿Por qué en Quilca? ¿Qué significa Quilca para ti?
—Quilca es... ufff. Es cultura, es la resistencia. Por donde lo mires. Es el amor. Es mi mundo. Es el despertar de todo ser libre. Eso yo creo, es la libertad y mi pasión.
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Antes, en el cruce de Quilca y Camaná, funcionaba un bar/discoteca. Sobre el techo tenía un letrero escrito con plumón negro que decía: “OJO: Balcón por colapsar”. Luego, hubo allí un restaurante. También servía como urinario. Según el libro Las Viejas Calles de Lima, de Juan Bromley, en 1851, allí donde hoy transitan ticos o el triciclo del ropavejero, pasaba la línea del Ferrocarril Lima-Callao, inaugurado en 1851. Se llamaba, entonces, San Jacinto, “y fue adquirida en enfiteusis por el gran mariscal D. Ramón Castilla, cuya viuda Da. Francisca Diez Canseco de Castilla la vendió a D. Guillermo Scheel, y este a diversos particulares”. Uno de esos fines, fue el ferrocarril que transformaría la vida de la capital. Siempre una mujer para hacer la revolución: hoy está empezando aquí La Librería del Centro, uno de esos negocios que no serían posibles sin romanticismo. Sin fe. Y con todos los boletos comprados para no ganar. Salvo, claro, que sean liderados por mujeres como Mabel Cueva, librera, mamá, esposa, ajedrecista, y empresaria que en estos días le dedica todos sus sueños a los libros. Y a ser libre.