A los dos años ya toreaba el aire con un pequeño capote. Sus pasitos se deslizaban por una tierra que lo vio caer y levantarse hasta que se acostumbró a sostenerlo. Soñaba con plazas llenas, con aplausos, con flores cayendo a su paso. Porque, así como hay niños que crecen corriendo tras una pelota, los hay otros como él, que visten trajes de luces chiquititos, casi de miniatura, mientras aún usan pañal. Crecido en un hogar taurino, no era extraño que los toreros fueran para él figuras míticas o heroicas, llenas de aplomo y capaces de grandes gestas. El pequeño Joaquín no sabía de animalistas. No oía esas protestas que muchos consideran legítimas, con la misma convicción con la que él, simplemente, respondió a una vocación innata. Su papá, Alfredo Galdós, corrió novilladas en Acho durante cinco años. Su abuela tenía una ganadería en Paiján, al norte de Trujillo. Creció en una casa en la que se hablaba de la elegancia y el arte de, por ejemplo, José Mari Manzanares, sin que la polémica pudiera sonar más fuerte que los bramidos de sus toros. ¿Indolencia? Joaquín Galdós, nacido en Lima hace 23 años, defiende un sentimiento muy distinto. “Quizás la gente no taurina no entienda el código ético de la tauromaquia –nos dice, con el leve acento obtenido tras casi siete años de vivir en España–, pero a mí me gusta respetar la vida del toro. Y lo digo en referencia a llevar, primero, una vida de entrega total hacia mi profesión. Creo que el toro entrega su vida en el ruedo y tú también has de entregársela a él, en tu día a día, antes de ese momento.” Asegura respetar al toro al darle su espacio durante la lidia, dejar que luzca su bravura. Sostiene que le gusta que se aprecie la conjunción entre toro y torero y que, gracias a ella, la gente también recuerde al toro. Afirma que el toreo le ha inculcado valores como el respeto, la perseverancia, la ambición bien entendida y la humildad.
CONTARLO TOROHay un vínculo adicional con los toros que aún no hemos mencionado: Joaquín no solo los enfrenta, sino que también los cría. “Yo creo que los toreros ganaderos somos quizás los que menos entendemos a los antitaurinos, porque nosotros nos damos cuenta de que el toro muere para poder vivir. Nosotros lo criamos, lo mimamos, le damos cuidado cuando se enferma. Para mí es una especie de semidios, al poderte regalar la magia de sus embestidas y permitirte crear una obra de arte interactuando con él”. Aunque estuvo a punto de flaquear frente a su vocación, decidiéndose por la carrera de Administración de Empresas, finalmente decidió dejarlo todo e irse a vivir a España a los 17 años. Allí, coincidió con Andrés Roca Rey, la otra estrella peruana del toreo, y con otros como Ginés Marín o Álvaro Lorenzo. Él y Andrés, como jóvenes en un medio extranjero, se sirvieron de apoyo en varios momentos y ya han protagonizado un comentado mano a mano en Acho. “La amistad ha tenido algún altibajo, algo normal entre compañeros de tantos años. Pero, en el fondo, nos apreciamos mucho y nos hemos pegado más de una fiesta juntos”, confiesa. “Yo creo que no somos ningunos bárbaros”, dice sobre su oficio. “Somos, quizás, más antiguos en nuestra forma de pensar, más camperos al aceptar que el animal debe morir y sufrir al igual que nosotros. Es difícil ser un joven normal cuando tienes que enfrentarte con la muerte cada semana, pero al terminar la temporada me gusta ver a mis amigos y reír como todos”.
Tras protagonizar más de 35 corridas este año, en países como México, Portugal, España o Francia –donde tomó la alternativa en Istres, en el 2016– llega a Acho antes de terminar su año taurino en Ecuador y Colombia. Hasta ahora ha sufrido pocas cornadas –una de las cuales le costó un testículo– y no tiene miedo de confesar que decidió ser torero una noche que se pasó en vela pensando mucho en la muerte. “Le tengo miedo a la muerte, sí, pero más temo dejar con dolor a mis seres queridos. Sin embargo, si me tengo que morir haciendo lo que más me gusta, valdrá la pena”. //