Ocurrió en 1997, nueve años antes de la aparición de Twitter, tiempo en que las discusiones futbolísticas terminaban con amigos reales en un bar de verdad. Tres jugadores de la selección, según lo que pudo captar la señal internacional que transmitía el desastre, corrieron tras Romario, Ronaldo y Roberto Carlos, con la intención de intercambiar sus camisetas. Corrieron autómatas, como atraídos por un imán. Nada había de extraño en el pedido —las camisetas son, para el fútbol, una bandera—, de no ser por la indignada reacción de algunos señores que solo saben lo que debe ser: Perú acababa de ser goleado 7-0 por Brasil en la altura de La Paz y despedido con deshonor de la Copa América. Ni siquiera puedo imaginar lo que hubiera ocurrido si Jack Dorsey adelantaba su invento o el partido se jugaba anoche.
Lo real es que en los roperos de Waldir Sáenz, César Rosales y Miguel Rebosio duermen hoy camisetas cuyos precios superan los 5 mil dólares y son, a la vez, de incalculable valor. Como en el walking closet francés de Miguel Trauco ahora: el número 10 de Lionel Messi.
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Desde que en un encuentro amistoso de 1931, futbolistas de la selección francesa solicitaron a sus rivales ingleses si podían quedarse con sus uniformes como recuerdo del triunfo —el sitio web de la UEFA lo explica mejor aquí—, decenas de jugadores peruanos han iniciado este ritual, esta tradición, esta futura curaduría, que acerca a los rivales y los hermana. Les borra las fronteras. Baja las revoluciones. No sé si el primero pero sí el más envidiado es Ramón Mifflin, que intercambió camiseta con Pelé tras el partido contra Brasil en Guadalajara, el 4-2 en México 70. Hasta ahora debe estar en su casa de Punta Hermosa. Otro es Juan Carlos Oblitas, que cambió casaquilla con Michel Platini en el orgiástico encuentro de Parque de los Príncipes, de 1982. Y más acá Roberto Chorri Palacios, que no sabe a quién regaló la simbólica camiseta Walon Te amo Perú de las Eliminatorias 2002, pero sí saca pecho por el modelo nike que le cedió uno de los buenos amigos que le dio el fútbol, Cafú. O todavía más cerca, hace solo unas semanas, y antes de ser elogiado con desmesura, Raziel García cumplió el sueño de millones y lo posteó en IG: llevarse a casa la camiseta que usó Neymar en la última Copa América, donde terminó subcampeón.
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Breves perlas durmiendo en armarios del Perú y del mundo. Eusebio Chevo Acasuzo intercambió camiseta Penalty con el inmenso Dino Zoff, tras el 1-1 en España 82; también lo hizo con Thomas N’Kono de Camerún y Jozef Mlynarczyk de Polonia, vale decir los tres arqueros del grupo de Perú en esa Copa del Mundo. Luego de darle de patadas en el viejo Estadio Nacional, el Puma Carranza cambió con Claudio Paul Caniggia una camiseta Umbro por las Eliminatorias para el Mundial de Francia 98. Perú igualó 0-0 con Argentina. En un amistoso con Alemania posterior al mundial de Rusia, Jefferson Farfán intercambió un modelo Marathon rojo intenso con el crack Julian Draxler. Una noche, su hermano del alma, Paolo Guerrero recibió un elogio precioso: el uruguayo José María Jiménez, acaso uno de los defensores uruguayos que más patadas le han dado en los últimos años, lo persiguió para pedirle su chompa número 9.
No me alcanza la imaginación para intuir el clóset de Claudio Pizarro, el futbolista peruano más ganador de la historia a nivel de clubes.
El Loco Ramón Quiroga, arquero titular de Perú en dos mundiales, cambió su precioso uniforme adidas con el astro brasileño Zico, en un amistoso en Río ante Brasil antes del Mundial de Argentina 78. Miguel Miranda (+) tenía entre sus cosas una muy bella prenda que le perteneció al colombiano Óscar Córdoba. Germán Cocoliche Leguía conserva, aún, en uno de los rincones de su casa en Miraflores, la camiseta de Enzo Francéscoli —entonces el número 24— tras el encuentro Perú-Uruguay de semifinales de la Copa América 1983. Perdió la selección pero el mediocampista ganó esa joya. También tiene una del mexicano Hugo Sánchez y otra del alemán Bernd Schuster, herencias de su etapa como futbolista en España.
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La última vez que pude verlo de cerca, es decir, cerca para intuirlo, Miguel Trauco tenía el mismo rostro triste de la derrota de anoche. O más, de la chance perdida de hacer historia. Era el 2016, en el vuelo 2146 de regreso a Lima, después de la derrota con Melgar que dejó a Universitario sin final de campeonato, y no hubo jugador más silencioso que el lateral izquierdo de la selección. Aceptó fotos, firmó un par de camisetas, pero su rostro no se permitía más la sonrisa. Había perdido la ‘U’ la chance de jugar la final y él, de salir campeón con el equipo de su viejo. Ya eso no iba a ser posible.
Luego se fue Flamengo, y luego a Saint-Étienne y luego al Mundial de Rusia 2018, una carrera notable que le ha permitido cumplir los queridos sueños de su infancia en Tarapoto: jugar a jugar que estaba rodeado de los mejores futbolistas del planeta. Ahora, cuando la camiseta que intercambió con Messi en Buenos Aires se junte con la que le entregó hace unos meses Neymar en un partido del PSG, su casa se habrá convertido en un breve museo de la alegría. En un museo de puertas cerradas que cobrará mayor valor aún cuando pasen los años y sea historia. “Conservo camisetas, las busco —me dice siempre el ingeniero peruano Miguel Montalvo Robertson, acaso el coleccionista de camisetas de la selección más obsesivo— para que no se pierdan en el tiempo”. Por eso mismo lo hacía el Gran Capitán Héctor Chumpitaz, confesión propia.
Sospecho que Miguel Trauco trabaja hoy para el día en que pueda contarle todo lo que vivió a sus nietos. A cierta edad pasa. Y cuánto me alegro.