Ya era muy difícil entrevistar a Quino en el 2014. Por eso, la tarea se puso complicada cuando mi editor me envió entonces a Buenos Aires a reportear cómo celebraban los argentinos los 50 años de la publicación de la primera tira de Mafalda, la heroína del cómic latinoamericano. Porque allí, claro, el hecho no pasó desapercibido. Logré ubicar a Daniel Divinsky, dueño de Ediciones de la Flor, la cual publica las aventuras y reflexiones de la pequeña desde el día uno; también a fanáticos a sangre de la historieta. Fui al Parque Mafalda, en el distrito de Colegiales; y a San Telmo, a conocer el departamento donde Joaquín Lavado (el verdadero nombre del artista) concibió a la chiquilina de seis años que no dejaba de cuestionar la vida y el mundo. A ver también dónde quedaba la verdadera tienda del papá de Manolito. Pero nada estaba completo si no hablaba con Quino. Sin él, a la crónica le iba a faltar el corazón.
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Contacté por teléfono a Julieta Colombo, su sobrina y representante, y me lo negó. “Aunque va a ir a la inauguración de una muestra en la Usina del Arte, en el barrio del Boca. Dará unas palabras, pero nada más”, dijo ella poco antes colgar. Fui. Se estrenaba en la urbe bonaerense “El mundo según Mafalda”. Él arribó aquella vez en silla de ruedas. Caminaba y veía muy poco ya. Tenía 82. Lo acompañaba Alicia Colombo, su compañera de siempre (fallecida en el 2017), algunos familiares y agentes de seguridad. Se sentó en un pequeño panel para hablar brevemente de la efeméride e hizo un recorrido muy pausado por el lugar, que era muy amplio. Resguardado en todo momento. Yo lo seguía sin descanso como perro de mercado a la espera de que el carnicero lanzara un hueso; es decir, del más mínimo cruce de palabras, pero la situación pintaba difícil.
De pronto, escucho por lo bajo decir a la sobrina que sería bueno que Quino fuera a descansar, hacia el final de la jornada, al departamento de Mafalda, el cual había sido recreado para la exposición. Me adelanto y voy para allá.
En la puerta de drywall hay un cuidador que ya no está dejando pasar al público, pero logro burlarlo diciendo que olvidé algo. Me atrinchero. Termino esperándolo 49 minutos. Va a venir. ¿Va a venir? Va a venir.
Y viene. Él entra y delicadamente le pido cinco minutos. Juego la carta de que vengo de muy lejos. “¿Y por qué has hecho eso?, pregunta contrariado. Sonríe y accede. Nos sentamos en los sesenteros muebles verdes de la sala.
“Pensé que si había una chica a la que le decían que tenía que ser buena, y luego venían los adultos y hacían todo lo contrario, entonces ella se tenía que preguntar constantemente por qué”, dice el artista sobre la génesis del personaje, al que dibujó entre 1964 y 1973. Con el que se metió entrañablemente en la historia universal de la cultura popular.
También me cuenta que siempre le habían parecido demasiado los reconocimientos concedidos, el cariño de la gente. Que, en verdad, no es para tanto. Y que si Mafalda siguiera con vida en el siglo XXI hablaría del Amazonas, del cuidado del planeta, de las guerras que siguen. Más chicas, pero siguen.
–¿Se ha aburrido de Mafalda alguna vez a tal punto que ya no quiere ver más su rostro?
–[Ríe] Bueno, dejé de hacerla precisamente porque me aburrí de decir que el mundo funciona mal cuando todos lo saben. Pero, bueno, como sigue funcionando mal, ella siempre está de actualidad.
–¿Alguna vez pensó que las cosas podían cambiar, aunque sea en algo?
–Sí, en los años 60, cuando aparecieron los Beatles, parecía que el mundo iba a cambiar para mucho mejor. No pasó.
–¿Y ahora cómo ve el asunto? ¿Algún atisbo de esperanza?
–Mmm... –me guiña un ojo, ríe y niega con la cabeza.
El evento, afuera, ha terminado. La esposa Alicia y dos personas más entran al interior F. Sorprendentemente, no me botan, pero no quiero incomodar más y guardo grabadora, cámara. Cuando entonces, los del catering, ponen sobre la mesa del comedor cuatro platos de sopa de espinaca. Y él se sienta. No puedo moverme de allí. Quino está a punto de tomarse la sopa que tanto odia Mafalda. Va a pasar una majestuosa estrella fugaz. Me pongo el abrigo en cámara lenta. Él mustiga con la primera cucharada.
–¿No está buena, don Joaquín?
–Muy salada... No está mal, pero...
–Nosotros somos muy soperos. Yo le preparo muchas –interviene Alicia.
–¿Y cuál es su favorita, maestro?
–Tengo varias... creo que la de arveja partida.
Me despido, cierro la puerta y vuelvo al mundo tridimensional. De regreso a casa no puedo evitar pensar en la enorme y maravillosa escena que el trabajo me ha regalado. Hasta ahora no dejo de hacerlo. //
ESTA NOTA FUE PUBLICADA EN MARZO DE 2019 EN LA EDICIÓN IMPRESA DE SOMOS.