En El Comercio continuamos con nuestra serie de entrevistas a personajes relevantes de la ciencia peruana. El extracto presentado a continuación forma parte de la nueva serie de podcast “Mentes Peruanas”, en donde buscaremos conocer lo que hay detrás de los científicos locales.
En el 2019 cobró cierta notoriedad en Twitter por explicar, de manera didáctica, complejos temas de salud. Pero este año, por la pandemia, le ha tocado estar tanto en la primera línea de atención de pacientes, como hospitalizada por COVID-19.
Para la médica María Alessandra Nazario, una de las claves que se dejó de lado en esta emergencia ha sido la educación en prevención.
—¿Cómo evalúa la reacción del sistema de salud peruano en la pandemia?
Del cero al cinco, le pongo un dos. La ciencia es siempre cambiante y, en términos de pandemia, muchos se apresuraron en aportar algo para encontrar una solución. Pero la capacidad de nuestro sistema para adaptarse fue muy lenta. No respondió siempre a la necesidad, sino según los costos e, incluso, a veces respondió a intereses personales. Otro problema fue la mala organización política al momento de la respuesta. Los cambios de autoridades retrasaron los planes de atención. A mi entender, toda la buena intención del Gobierno por intentar abarcar el problema fue no solo insuficiente, sino mal enfocada. Se concentraban en camas UCI, pero no en el refuerzo de la cultura preventiva. Si tuviéramos una fuerte cultura preventiva, no se tendría que invertir tanto en camas UCI y no se llegaría a la tragedia tanto por el tema de contagios.
—¿Pero esta falta de reacción fue por deficiencias nuestras o porque se trata de una situación para la que nadie en el mundo estaba preparado?
Es un poco de ambas. Cuando se empezaron a conocer los primeros casos COVID-19 en el mundo, el mensaje era “calma, tranquilidad, no se espanten”, en lugar de empezar a preparar a los niveles de atención primaria o a tus hospitales, o empezar a buscar implementos como mascarillas, o brindar mensajes a la población para que esté alerta. Todos los mensajes, desde antes de tener nuestro caso cero, fueron “no se estresen, esto está pasando en el mundo, afuera”. Nadie nos informó que esto podría sucedernos también a nosotros. Al no estar preparados, cuando cayó la bomba no supimos qué hacer y empezamos a correr en círculos.
“Si tuviéramos una buena cultura preventiva, no se tendría que invertir tanto en más camas UCI”.
—Usted estuvo en la atención de pacientes COVID-19. ¿Cómo fue esa experiencia?
No estábamos listos. Estaba trabajando como médica asistencial y de hospitalización. No los veía en la emergencia misma, sino a los que ya estaban hospitalizados. Al inicio se empezó a internar a pacientes aunque no tuvieran COVID-19: desde gente que había estornudado hasta quienes habían estado fuera del país un mes antes de que empiece la emergencia. La excusa de la hospitalización era la ampliación de estudios, porque tenían síntomas respiratorios. Así, alguien que podía llegar a la emergencia con una celulitis, si estornudaba esperando el turno era internado para el descarte. Pero las cosas se fueron agravando. Incluso, estando en una clínica privada, llegamos al colapso total. Pasamos de tener 13 cámaras para casos sospechosos, a 73 camas para pacientes COVID-19. De los seis pisos de la clínica, cuatro eran para pacientes COVID-19, y en los otros dos el resto de especialidades. Los médicos generales, que no tienen una especialidad al momento, empezaron a incluirse en los planes de atención a pacientes, porque faltaban manos. Pasamos a tener turnos de 24 horas seguidas. Nos empezaron a dar capacitaciones sobre el manejo de pacientes graves, sobre resolver crisis, teníamos muchos informes y guías qué leer, etc.
—El nivel de estrés al que estaban sometidos era bastante fuerte…
Es que terminas sintiéndote mal, porque sabes que si no logras tu cometido alguien puede morir. Una de las peores cosas que hicimos todos fue diagnosticar haciendo pruebas rápidas. Todo el que salía positivo era hospitalizado; esto empujaba a que se requieran más camas para pacientes COVID-19. Esto hizo que mucho del personal de las clínicas [médicos, técnicos, enfermeras, etc.] renunciaran, porque eran población de riesgo o vivían con alguien en esas condiciones, tenían hijos pequeños, etc. La misma gente del laboratorio no quería subir más de una vez al día a sacar muestras; las enfermeras se acercaban a la puerta y a lo lejos les preguntaban a los pacientes cómo estaban. El día que salió lo de la hidroxicloroquina fue fatal…
“Una de las peores cosas que hicimos todos fue diagnosticar haciendo pruebas rápidas”.
—¿Cómo fue eso?
La mitad de los médicos tratantes empezaron a usarla y empezamos a ver un montón de manifestaciones cardíacas. Había que llamar al cardiólogo para que vaya a la emergencia y no se podía, porque no nos dábamos abasto. Cada tres días había que tomar un nuevo electrocardiograma, porque la hidroxicloroquina se daba como si fuera un caramelo. Era mucho desconocimiento y no podíamos basarnos en un solo estudio. Cuando salió lo de la ivermectina fue lo mismo. Con la dexametasona, igual. Ese día se acabó en la clínica y si llegaba a atención un niño con una crisis asmática, no volvía a su casa.
—¿Qué debe hacer el próximo gobierno para mejorar la salud en el Perú?
Mejorar la prevención y educación en la población. Si no enseñas con base científica, la gente no tendrá iniciativa de cuidarse. Hay que sincerar recursos y aprobar y distribuir el presupuesto de manera correcta. Deben ver más allá del interés personal. Deben reforzar las campañas para el buen uso de mascarillas y distanciamiento. Hay mucho por hacer.
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