Los titulares cargados de fatalidad de nuestros tiempos parecen indicar que hay dos futuros en oferta.
En uno de ellos, prevalece un autoritarismo orwelliano. Temerosos ante las crisis que se agravan -la climática, sanitaria y económica-, los ciudadanos aceptan el trato que les ofrece el “hombre fuerte”: su protección a cambio de una lealtad incuestionable como “súbditos”. Lo que sigue es la abdicación del poder personal, la elección o la responsabilidad.
En el otro, todos somos “consumidores” y la autosuficiencia se convierte en un deporte extremo. Los más ricos tienen en una mano sus lugares para escaparse o retirarse de la rutina en Nueva Zelanda y en la otra un billete para Marte.
El resto nos esforzamos por ser como ellos, valiéndonos por nosotros mismos a medida que los robots nos quitan puestos de trabajo y se intensifica la competencia por unos recursos cada vez más escasos.
Los beneficios de la tecnología, ya sea la inteligencia artificial, la biotecnología, la neurotecnología o la agrotecnología van a parar a los más ricos, al igual que todo el poder de la sociedad.
Se trata de un futuro moldeado por los caprichos de los multimillonarios de Silicon Valley. Aunque este modelo se vende a sí mismo con garante de las libertades personales, la experiencia para la mayoría es de exclusión: un mundo de ricos y pobres.
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A pesar del ancho de banda y las ondas dedicadas a estas dos distopías, existe otra trayectoria: la llamamos “futuro ciudadano”.
En los últimos años estuvimos trabajando en un libro titulado “Ciudadanos”, en el que proponemos una narrativa más esperanzadora para el siglo XXI.
En este futuro, las personas son ciudadanos, en lugar de súbditos o consumidores. Con esta identidad, resulta más fácil ver que todos somos más inteligentes que cualquiera de nosotros. Y que la estrategia para navegar en tiempos difíciles es aprovechar las diversas ideas, la energía y los recursos de todos.
Esta forma de ciudadanía no tiene que ver con el pasaporte que tenemos, y va mucho más allá del votar en las elecciones. Representa el significado más profundo de la palabra, cuyas raíces etimológicas se traducen literalmente como “personas juntas”: los humanos nos definimos por nuestra interdependencia fundamental, las vidas no tienen sentido sin la comunidad.
Es una práctica más que un estatus o una posesión, casi más verbo que sustantivo.
Como ciudadanos, miramos a nuestro alrededor, identificamos los ámbitos en los que tenemos alguna influencia, encontramos a nuestros colaboradores y nos comprometemos. Y, fundamentalmente, nuestras instituciones nos animan a hacerlo.
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Sin embargo, aprovechar este futuro dependerá de que veamos y aceptemos una historia más amplia de lo que somos como seres humanos. ¿Y cómo lo hacemos?
Mientras escribíamos el libro, encontramos con innumerables ejemplos de la perspectiva ciudadana. Si miramos más allá de los titulares, pronto descubriremos un fenómeno global e intersectorial, y lo que pueden parecer ejemplos aislados están conectados por temas comunes.
Pensemos en la gobernanza. La ciudad de París acaba de aprobar la creación de una Asamblea Ciudadana permanente que orienta la política, y se ha comprometido a distribuir más de US$ 101 millones al año mediante presupuestos participativos.
La Ciudad de México ha elaborado una Constitución para sus nueve millones de habitantes, mientras que Chile se encuentra en medio del proceso para ratificar un proyecto de Carta Magna redactado por una Convención impulsada por los ciudadanos.
En Reikiavik (Islandia), los diseñadores de juegos han construido una plataforma de democracia participativa que ha incorporado a cientos de personas al funcionamiento de la ciudad.
Quizá lo más impresionante de todo sea que Taiwán mostró al mundo un camino para superar la pandemia, construyendo su respuesta en torno a tres principios: rápido, divertido y justo.
Esto llevó al gobierno taiwanés a abrir sus datos, a convocar premios para aplicaciones de seguimiento de la disponibilidad de máscaras faciales (y mucho más), a confiar en la gente lo suficiente como para restringir los movimientos sobre la base de la “autovigilancia participativa”, e incluso a crear una línea de atención telefónica a la que cualquier ciudadano podía llamar con ideas sobre qué más se podía hacer.
¿El resultado? Una de las tasas de mortalidad más bajas del mundo, sin imponer nunca un confinamiento.
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El futuro de los ciudadanos también está ganando terreno en el mundo de la empresa. Muchas empresas aspiran ahora a crear “valor para las partes interesadas” y no sólo “valor para los accionistas”.
Un antiguo director general de Unilever, por ejemplo, fijó como objetivo de la empresa ser contribuyentes “positivos netos” a la sociedad. Y algunas de las empresas más grandes y de más rápido crecimiento del mundo están experimentando con el crowdsourcing y el crowdfunding.
General Electric, por ejemplo, recurre habitualmente a soluciones de crowdsourcing para algunos de sus principales retos. Y la marca de cosméticos Body Shop ha instituido un pionero Colectivo de Jóvenes como parte de su estructura de gobierno.
Hay muchas más cosas que ocurren por debajo del radar convencional, arraigadas en modelos de negocio que se construyen para extenderse en lugar de escalar.
El cooperativismo de plataforma, con el que Airbnb y Uber se enfrentan a la competencia de Ride Austin y Peepl Eat, cuyos clientes son también sus propietarios; y el crowdfunding de capital, el cual difumina la línea entre el accionista y el cliente e impulsa a empresas establecidas como la cervecera Brewdog y a nuevas empresas como Yuup, la cual es una plataforma que apoya a pequeños negocios en la ciudad inglesa de Bristol.
El futuro de los ciudadanos también está tomando forma en el sector no lucrativo, ya que las organizaciones se reimaginan a sí mismas como facilitadoras de los movimientos dirigidos por los ciudadanos.
En el Reino Unido, organizaciones como la Real Sociedad para la Protección de las Aves (RSPB), el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) y Amigos de la Tierra están reorientando sus estrategias hacia la participación, apoyando campañas en lugar de iniciar las suyas propias.
Por su parte, Greenpeace EE.UU. está adoptando un enfoque más colectivo, tratando de ser, en palabras de la directora ejecutiva Annie Leonard, “un héroe entre héroes”.
Una nueva plataforma llamada Restor permite a los proyectos de base de conservación de la naturaleza de todo el mundo trazar su impacto, conectarse y colaborar.
Al mismo tiempo, los grupos comunitarios están rechazando los viejos modelos de ayuda y caridad, y buscando soluciones locales.
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Las ofertas de acciones comunitarias, por ejemplo, son una innovación en el Reino Unido que facilita a la población local la inversión en sus propias comunidades.
En Grimsby, en el norte de Inglaterra, un grupo llamado East Marsh United acaba de completar con éxito una oferta de acciones comunitarias por valor de US$ 602.000 para comprar 10 casas, que serán reformadas y luego alquiladas a menor costo.
El proyecto generará un flujo de ingresos sostenible para el resto de sus operaciones.
Y si hay alguien que destaca por encima de todos en toda esta historia, es Kennedy Odede: un hombre que empezó con un balón de fútbol y teatro callejero en uno de los barrios marginales de Nairobi y ha hecho crecer su organización Shining Hope for Communities hasta una escala en la que permitió a más de dos millones de habitantes de los barrios marginales apoyarsedurante la pandemia.
Incluso acoge un incipiente Foro Mundial de Comunidades, una alternativa más colectiva al Foro Económico Mundial de Davos.
El reto no es que el futuro ciudadano sea difícil de encontrar o complicado de articular. Es sencillo, está arraigado en una verdad profunda y surge en todas partes.
Pero está oculto, porque cada día la gente se cuenta a sí misma otras historias de la sociedad y su papel en ella.
De manera crítica, las instituciones refuerzan estas otras narrativas, tomando el oxígeno de la imaginación, haciéndolas parecer como las únicas posibilidades.
No somos los primeros en sugerir que las historias pueden dar forma a las sociedades. En un ensayo histórico escrito hace 25 años, Donella Meadows, pionera del pensamiento sistémico, propuso que las sociedades se aferran a mentalidades o paradigmas que describió como “acuerdos sociales compartidos sobre la naturaleza de la realidad (...) el conjunto más profundo de creencias sobre cómo funciona el mundo”.
Son, según ella, “las fuentes de los sistemas”.
Y más recientemente, la socióloga Arlie Russell Hochschild ha tratado de entender las comunidades estadounidenses que estudia a través de su “historia profunda”, una “lente subjetiva” a través de la cual ven el mundo.
Proponemos que una de las historias profundas más extendidas es la “historia del consumidor”.
Dice así: nuestro papel como individuos es perseguir nuestro propio interés, sobre la base de que se agregará a los mejores resultados para la sociedad. Nos definimos a través de la competencia.
En el camino, nuestras elecciones representan nuestro poder, nuestra creatividad, nuestra identidad: nos hacen ser quienes somos.
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Todas las organizaciones e instituciones, desde las empresas hasta las organizaciones benéficas y el gobierno, existen para ofrecer estas opciones. Todas se reducen a proveedores de productos y servicios.
Esta historia de consumo es la que nos lleva al Futuro B, el futuro de las fugas marcianas, los multimillonarios con un poder desproporcionado y la desigualdad extrema.
En cuanto al Futuro A, este futuro orwelliano corresponde al retorno del “relato del súbdito”, como en “súbditos del Rey”.
En esta historia, el líder es el que mejor sabe, trazando el camino a seguir y declarando nuestros deberes.
Los demás somos inocentes, ignorantes de los asuntos importantes. Este trato se hace más atractivo cuanto mayor es el peligro, por lo que esta historia vuelve a aparecer hoy en día.
Los gobiernos y las organizaciones que surgen del relato del súbdito son paternalistas y jerárquicos, con unos pocos supuestamente superiores en la cima de la pirámide.
Ya en China, las consecuencias de esta historia son claras. El proyecto Skynet del país cuenta con más de 400 millones de cámaras de vigilancia, con un número cada vez mayor de ellas enganchadas automáticamente al reconocimiento facial y a otros programas de inteligencia artificial.
El gobierno sabe casi todo lo que hacen sus ciudadanos, desde las compras hasta el comportamiento al volante, pasando por las publicaciones en las redes sociales y la cantidad de tiempo que una persona pasa jugando a los videojuegos.
También existe el Sistema de Crédito Social, un enorme sistema de recopilación y procesamiento de datos, que concede automáticamente premios o castigos.
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Un castigo ya muy extendido es la prohibición de comprar vuelos: según las cifras publicadas por el Centro Nacional de Información de Crédito Público de China, esto ya había ocurrido 17,5 millones de veces a finales de 2018.
Otros castigos incluyen, según se informa, la reducción automática de la velocidad de internet o la confiscación de la mascota.
La historia del súbdito precedió a la historia del consumidor. Fue la historia dominante durante siglos, dando forma a las interacciones de la mayoría de la humanidad, al menos desde el siglo XVII, hasta que se desmoronó en el transcurso de las dos guerras mundiales del siglo XX.
La historia del consumidor, por inevitable que parezca, sólo surgió de las cenizas del súbdito, y sólo ha sido la historia dominante de la humanidad durante los últimos 70 años.
A diferencia del súbdito, la historia del consumidor parecía prometer un sueño dorado, con su distribución más amplia de los recursos y la riqueza, su sustitución de la aristocracia por la meritocracia.
Pero ahora la historia del consumo se está resquebrajando. Se está derrumbando bajo el peso de sus propias contradicciones, y amenaza con arrastrarnos con ella.
Tenemos una desigualdad tan generalizada que amenaza la seguridad de todos (incluso de los más ricos), mientras que el relato dice que nuestra principal responsabilidad es competir para acaparar más.
Tenemos un colapso ecológico, mientras que la historia insiste en que nuestra identidad y nuestro estatus dependen de un consumo cada vez mayor. Tenemos una epidemia de soledad y problemas de salud mental, mientras el relato nos dice que estamos solos.
Son las viejas historias las que están rotas, no la humanidad.
La caída del relato del súbdito y el auge del consumidor son la prueba de que el cambio a nivel de un relato profundo es posible. El relato ciudadano puede sustituir al consumidor, como el consumidor sustituyó al súbdito.
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Para realizar el futuro ciudadano, no debemos aceptar lo que se nos da como única posibilidad, como hacen los súbditos; ni tirar nuestros juguetes del cochecito cuando no nos gusta lo que se nos ofrece, como hacen los consumidores.
Como ciudadanos, debemos proponer, no sólo rechazar. Debemos establecer una base de creencia en los demás. Debemos empezar desde donde estamos, aceptar la responsabilidad y crear oportunidades significativas para que cada uno contribuya mientras lo hacemos.
Debemos dar un paso al frente y participar. Como escribió el arquitecto y diseñador pionero Buckminster Fuller: “Nunca se cambian las cosas luchando contra la realidad existente. Para cambiar algo, hay que crear un nuevo modelo que haga obsoletos los modelos existentes”.
El proceso de reescribir la historia es exigente para todos nosotros. Cuando aparecen las grietas en una creencia largamente mantenida, provoca ansiedad y dolor.
A medida que el mundo seguro es sustituido por una gran incertidumbre, el riesgo es que nos aferremos más que nunca a lo que conocemos. La atracción gravitatoria de lo conocido se ejerce, sin importar lo disfuncional que sepamos que es lo conocido.
Cuando reconocemos esto, podemos mantener el espacio para este colapso y esta transición de forma más suave, más respetuosa, con más cuidado.
De lo contrario, la ansiedad se convierte en ira, y las personas pierden la confianza y la fe en los demás y en sus instituciones.
El resultado corre el riesgo de convertirse en un círculo vicioso: a medida que los retos de nuestro tiempo se intensifican, confiamos menos en nuestros líderes, las salidas que buscamos en nuestro descontento -como las creencias anticientíficas o las teorías de la conspiración- se vuelven más extremas, y nuestros líderes a su vez confían menos en nosotros.
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Se inclinan aún más por ceñirse a lo que conocen -las viejas historias- negándonos la capacidad de acción mientras se dedican a intentar inútilmente resolver los retos por nosotros, sin nosotros.
Por eso, el trabajo más esencial en este momento debería ser una reimaginación de lo que es el liderazgo. Si los que ocupan posiciones de poder actúan como si no hubiera nada malo, nada que ver, nuestra desconfianza en ellos se profundiza aún más.
Los líderes que construyen el futuro de los ciudadanos empiezan por reconocer la incertidumbre, compartiendo con nosotros las preguntas y los retos en lugar de proporcionarnos (o no proporcionarnos) las respuestas.
Crean oportunidades para que participemos y contribuyamos. Cultivan la llamada “incertidumbre segura”: reconocen las incógnitas, no las niegan.
No pretenden saber exactamente cómo será el futuro. Pero nos aseguran que la mejor manera de construirlo es trabajando juntos. Como dice la filósofa y activista Adrienne Maree Brown: “Nadie es especial; todos somos necesarios”.
Para sobrevivir y prosperar, debemos entrar en el futuro ciudadano. Debemos vernos a nosotros mismos como ciudadanos: personas que moldean activamente el mundo que nos rodea, que cultivan conexiones significativas con su comunidad e instituciones, que pueden imaginar una vida diferente y mejor, que se preocupan y asumen responsabilidades, y que crean oportunidades para que otros hagan lo mismo.
De manera crucial, los líderes de nuestras instituciones también deben ver a las personas como ciudadanos, y tratarnos como tales.
Si somos capaces de adentrarnos en el futuro ciudadano, podremos hacer frente a nuestros innumerables retos: la inseguridad económica, la emergencia ecológica, las amenazas a la salud pública, la polarización política, etc. Podremos construir un futuro. Podremos tener un futuro juntos.
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