¿Dónde estaba Dios el 7 de abril de 1994? Inmediatamente después de que dos misiles derribaran el avión del presidente ruandés Juvénal Habyarimana —que iba acompañado de Cyprien Ntaryamira, presidente de Burundi—, desde aquel día y hasta el 15 de julio de ese mismo año fueron asesinadas casi un millón de personas y violadas quinientas mil mujeres en uno de los más escalofriantes genocidios ocurridos sobre la faz de la Tierra: la perpetrada por la etnia hutu, a la que pertenecían ambos mandatarios, contra la minoría tutsi. Entonces, en ese enclave sin mar ubicado entre Uganda, Burundi, Tanzania y el Congo, cobró sentido aquella frase del capítulo VI del Génesis: “El Señor lamentó haber creado al ser humano y haberlo puesto sobre la tierra. Se le partió el corazón”.
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Chema Salcedo (74) repite la cita apenas empieza a proyectarse “Rwanda, mi última utopía”, documental que rodó en la pequeña república del África subsahariana el año pasado al conmemorarse los 25 años de ese horror. “Sabía de esa tragedia y me había sorprendido con noticias increíbles de reconciliación y convivencia entre asesinos y herederos de las víctimas. Películas y libros absolutamente sobrecogedores. Pero, además, las noticias decían que la paupérrima Ruanda se estaba levantando, crecía impetuosamente, se modernizaba, reducía la pobreza, atraía inversiones. La idea de un pequeño pueblo que se levanta de sus cenizas se me ocurría una utopía tan o más fuerte como las que me habían seducido en mi juventud”, dice.
La ciudad y los perros
Así, apenas al salir de una complicada operación de cáncer, en junio del año pasado Salcedo aterrizó en Kigali, capital del diminuto país africano de 25 mil kilómetros cuadrados, más pequeño que el departamento de Lima. Frente a una avenida ordenada, sorprendentemente pulcra, silenciosa y sin bocinazos, una nube de niños rodean al hombre de prensa. Para ellos es un ‘muzungu’, un extraño hombre blanco y, además, lo suficientemente mayor como para llamar la atención. Le hablan en kinyarwanda, swahili y francés —el país fue colonia belga—. Son nietos de las víctimas y de los asesinos, que huyeron cuando las tropas del general Paul Kagame y actual mandatario vencieron al ejército del gobierno radical hutu y frenaron el genocidio.
Los niños van y vienen del colegio solos, con absoluta seguridad, a través de calles, parques y jardines pulcramente cuidados. El transporte público es ordenado, las motos lineales con el casco obligatorio, los mercados perfectamente dispuestos y muy bien surtidos. Hay algunos mendigos, sí, pero los grandes prejuicios sobre el África se desvanecen dramáticamente. Ni siquiera quedan rastros de las barricadas de los asesinos, esas donde había que identificarse para no morir. A los tutsis los ponían a un lado, no los mataban de inmediato. Los varones tendrían que ver primero cómo violaban a sus mujeres y mataban a tus hijos. Por eso del luto y la meditación participan poblaciones enteras.
Sin ADN posible porque los huesos y los restos son de todos y a la vez de nadie, el duelo es el único consuelo frente a miles de víctimas sin identificar. Es triste, pero esperanzador: la muerte refuerza la comunidad. “Nunca más” es la frase ritual de todo un país postrado ante sus muertos. Y que sale adelante enarbolando las banderas de la fe: la mitad de la población es católica, un diez por ciento adventista y el resto protestante o de confesión musulmana. El documental visita el Memorial de Kigali, ese terrible monumento al horror que contiene los restos de más de 200 mil seres humanos. Y regresa a las calles donde no hay perros porque recuerdan el horror. Durante los infernales días del genocidio, los cadáveres abandonados eran devorados por jaurías.
Color esperanza
La verde floresta ruandesa evoca en Salcedo la selva central del Perú, territorio de la nación asháninca donde el terrorismo asesinó al diez por ciento de la población de esa etnia, el mismo porcentaje que los tutsi. Puerto Ocopa, núcleo de la masacre, también tiene su historia de muerte y traición. Episodios espeluznantes, hasta de antropofagia entre naturales, sacuden la historia de un pueblo malherido por el recuerdo de los campos de concentración impuestos por la ferocidad senderista. Entonces el perdón y la reconciliación se imponen también como los únicos caminos para mantener viva una comunidad tantas veces agredida y tantas veces resucitada.
¿Cómo emergió de sus cenizas el pequeño país africano cuyo crecimiento económico ahora es constante y sostenido? Ruanda, además, tiene el mayor porcentaje de mujeres en el Parlamento, el presidente de la república solo puede nombrar a la mitad de su gabinete con gente de su partido y el presidente de la cámara de diputados no puede pertenecer al partido o grupo de partidos que haya ganado las elecciones presidenciales. Entonces no sorprende que en poco tiempo haya alcanzado ingresar al grupo de los cincuenta países con menos corrupción en el mundo.
Así, superando una nefasta herencia colonial —la segregación étnica entre hutus y tutsis—, Ruanda crece en el índice mundial de ‘doing business’: óptimas condiciones para contratar, seguridad jurídica y facilidades para formar empresa. Es verdad que las huellas del horror jamás desaparecerán entre las víctimas, los victimarios y sus descendientes. Convivir con el horror, la pena y la culpa puede convertirse en una maldición eterna si no se supera el trauma, el duelo y la desgracia. “Rwanda, mi última utopía” muestra a un pueblo que felizmente supo de la economía de la reconciliación y de la productividad del perdón. Enhorabuena, entonces, por esa nación de los grandes lagos, las densas nieblas y las mil colinas del África.
Más información
Estreno: 29 de enero.
Hora: 8 p.m.
Canal: RPP TV
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