Cada vez que llego a la peluquería, el encargado de la seguridad del local levanta los dos brazos y comienza a ondearlos con elocuente desesperación de un lado para el otro. Su intención es noble: quiere ayudarme a estacionar, pero creo que exagera. Me hace recordar a las señales de quienes dirigen a los aviones en las pistas de aterrizaje de los aeropuertos. No sé cómo explicarle que me estorba sin parecer una malcriada. Cuando se ubica delante no me deja avanzar lo suficiente, y cuando se pone atrás no me deja ver qué tan cerca estoy del otro carro. La misma escena se repite en el estacionamiento del canal, en la puerta del edificio donde vivo y en cada espacio donde quiero aparcar mi carro.
No sé exactamente cuándo aprendí a manejar. Nunca nadie –ni un instructor ni mi papá– se sentó a mi lado a decirme que debo sacar el pie del embrague despacito al mismo tiempo que del acelerador para que el carro no se samaquee y luego se apague. Lo único que hice fue observar cómo manejaba el resto. Mis papás me dejaban manejar los sábados en la tarde en tramos cortos y cercanos a la casa. Eran otras épocas. Apenas cumplí 18 años saqué mi libreta electoral de tres cuerpos y mi brevete. Han pasado muchos, muchos años desde entonces.
Lo que más me molesta de manejar en Lima no es que otros conductores me metan el carro en cada esquina sino que crean que por ser mujer se los voy a permitir (se equivocan). No se atreven con el primer conductor que cruza la calle, la piensan con el segundo, pero al ver a una mujer, aceleran. El gesto es: ¡Ah! con esta sí me meto.
Puedo superar el tráfico diario a las 6:45 de la tarde, pero lo que no tolero y me pone de mal humor es el prejuicio que existe al ver una mujer al volante. No hay nadie que me conozca que crea que necesito ayuda para manejar o estacionarme. Pero en la calle soy una más. Otra conductora discriminada y subestimada solo por ser mujer.
A quienes asumen que conducimos desvalidas por la pista, quiero recordarles que no siempre necesitamos ayuda. Si con los años hemos sido capaces de mantener a nuestros hijos, les juro que también podemos conducir un vehículo o lo que necesitemos.
Así como me fastidia la exagerada asistencia que recibo a la hora de estacionar, también estoy en desacuerdo con las leyes que pretenden velar por nuestros derechos y solo consiguen que sus detractores crean que sin ellas, no podremos conseguir lo que queremos. Hace poco una política, líder en su agrupación defendía la aprobación del proyecto de ley que incorpora la alternancia de género en las elecciones al Congreso, los Gobierno Regionales, Municipales y Organizaciones Políticas. Un hombre, una mujer. Discriminación positiva.
La veía eufórica y solo recordaba que muchos lamentan que sea tan joven para postular a la presidencia de la República por su agrupación. Y eso que no existe una ley que diga que cada cierto tiempo debe presentarse una mujer como candidata.
En la Comisión de Justicia del Parlamento hay proyectos parecidos a esas personas que gritan: «Haga el timón a la derecha, señorita, ¡a la derecha!», mientras hacen círculos en sentido horario. Quieren debatir una ley para establecer cuotas en los directorios de las empresas que cotizan en bolsa. En la lista de los candidatos para los órganos colegiados de las entidades públicas, en la dirección de las empresas del Estado. Hasta un proyecto de ley contra el acoso POLÍ-TI-CO hacia las mujeres. No veo a ninguna candidata seria usando esos argumentos de defensa contra sus enemigos políticos.
¿Cuánto tiempo pasará en el Perú para que dejen de señalarnos como conductoras monses? El día que haya más mujeres manejando y se den cuenta de que somos tan buenas o tan brutas como los hombres al volante. De repente lo verán Fabio, sus hijos o nietos. Es así como nos hemos ido ganando un espacio, luchándola en la calle. No necesitamos tanta ayuda, gracias.