Arroz con leche y felicidad
Decir que mi abuela hace el mejor arroz con leche del Perú no sería mentir.
Tampoco lo sería que tú afirmes lo mismo sobre la tuya. O sobre tu tía, tu mamá o quien prefieras mencionar. Encuentro poco sentido en hacer de la comida una competencia cuando a la olla también entran ingredientes que no se pueden medir ni tocar. Aquello que transforma un plato sencillo en algo mágico no viene explicado en un recetario y es lo primero que uno debe saber cuando quiere aprender de cocina. Así comienza el reto.
Cada vez que cierras los ojos y te detienes a oler el vapor que sale de un plato recién servido, ¿qué pasa por tu mente? ¿Alguna vez te ha llevado a otro momento o lugar? Ocurre constantemente -estoy segura que debes haber leído sobre esto antes- y es una sensación extraordinaria. Pero no creo que pase por casualidad. Pienso, más bien, que buscamos que así sea. Tengo una amiga que todos los sábados come pollo a la brasa. Todos. Me contó alguna vez que lo hace porque era lo que su papá traía para almorzar cada fin de semana, cuando era chica. Desconozco si a ella le gusta realmente el pollo. Tal vez lo compra porque el aroma, el crujir de las papas, le hacen recordar a su infancia. Ese sería motivo suficiente.
Historias como esa hay miles. Mi conclusión, después de escucharlas por años, es que a la hora de comer hay algo más grande que el hambre condicionando el apetito. El estómago se mueve por la memoria. Siempre queremos volver a esa comida que nos remite a los días felices. Basta con el olor del panetón para ponerme de buen humor. Me pasa cada diciembre (y algunos julios, de hecho, por esa costumbre de venderlo durante Fiestas Patrias). Abro un panetón y sonrío. Sonrío porque me acuerdo de las navidades con la familia junta, con la mente vacía de preocupaciones. Confieso que no me gusta mucho, pero lo anterior siempre me lleva a darle un buen mordisco una vez abierta la cajita.
Un ejercicio. Repasa rápidamente la comida que más te gusta. Pero que te gusta de verdad, pura e incondicionalmente. Nada que hayas “aprendido” a disfrutar (como el foie gras o las trufas o, no sé, los caramelos de café). Esos platillos que no podrían faltar en el menú de tu vida. Nadie juzga. Aquí van algunos de los míos:
-Mis fideos preferidos son los canutos con hot dog, ajo y mantequilla que preparaba mi papá cada vez que le tocaba alimentar a sus tres hambrientas hijas.
-De vez en cuando me provoca mucho comer gelatina. Me recuerda a mis primeros cumpleaños, con esos vasitos de plástico transparentes, de mil colores.
-Soy amante declarada de las sopas. Mi abuelo, buen cajamarquino, las pedía cada día en la mesa. Todavía no entiendo cómo mi abuela -la mamá de mi mamá- supo improvisar recetas para todos esos almuerzos. Debió ser el amor.
-La idea de tomar quaker con manzana me emociona; siempre me hace pensar en mi madre y las tardes de invierno.
-Quiero aprender a preparar el arroz con leche de mi abuela (la otra, la paterna) porque así me recibía ella cada vez que yo volvía a Lima durante los años que viví fuera. Era su manera de hacerme sentir en casa.
Y la lista continúa. Valgan verdades, uno podría pasarse la vida sin saber cómo se prepara un arroz con leche. O un locro, o un plato de fideos a lo Alfredo. Pero, ¿querrías hacerlo? Yo no. Por eso me armo de valor y, esta vez, escribiré desde el otro lado.
Ya sé comer. Ahora, voy a aprender a cocinar.
Este blog nace con doble misión. La primera, reencontrarnos con la comida que nos hace felices, esa que no solo llena la barriga sino que también alimenta el corazón. La segunda, rescatar aquellas recetas que se están empezando a olvidar en nuestras casas. Lo que almorzábamos al volver del colegio, por decirlo de alguna manera. Que ambas ideas se conecten me fascina. Pero, lo más importante de todo, es que en esos platos se esconde gran parte de nuestra historia: los secretos de nuestras familias. De la mía, de las de todos.
Posiblemente seas, como lo soy, parte de una generación que no tiene problema a la hora de ordenar en un restaurante japonés. ¿Tienes idea de qué lleva el aderezo de un olluquito? Si no lo sabes, lo sabrás dentro de poco. Cada semana cocinaré un plato con historia familiar. Empezaré con los míos, pero pretendo continuar con cualquiera que me sugieras. Hoy no toca olluquito, pero comparto el famoso arroz con leche de mi abuela Evelyn, ya mencionado líneas arriba. Lo he aprendido a mis 28 años -algo tarde en la vida- pero gracias a su paciencia ahora podré servir en mis comidas un postre que no haya salido de la panadería más cercana. Nota a mis amigos y familia: parte de este reto me llevará a cocinar para un “público” con cierta regularidad. Si ponen cara de duda -como sé que la están poniendo en estos momentos- no los invitaré. ¡Lo juro!
Me despido con una confesión. Me tomó dos intentos dominar esta receta. Ok…tres para perfeccionarla. No se desalienten, tal vez solo tuve un mal día. O tal vez me gusta mucho, mucho, el arroz con leche.
Arroz con leche de la Eve
Necesitas:
- 1 taza de arroz.
- 2 latas de leche condensada.
- 2 latas de leche evaporada.
- Canela entera en polvo.
- 3 yemas de huevo.
- Un chorrito de oporto.
- Mantequilla.
-Primero, pon a hervir 3 tazas de agua con algunos trozos de canela entera. Cuando haya hervido, retira la canela e incorpora la taza de arroz. Deja que se cocine a fuego medio con la olla semi tapada. Ojo, no debes esperar a que el arroz se cocine del todo (evita que quede en el punto en el que lo servirías en una sopa, digamos). Esto te tomará unos 15 minutos. Si es la primera vez que cocinas arroz fuera de una olla arrocera, chequéalo de rato en rato. En mi primer intentó se coció demasiado y tuve que volver a empezar.
-Una vez que el arroz esté casi cocinado añade las dos latas de leche condensada y las dos de leche evaporada. Aquí te toca mover, mover y mover hasta que espese. Utiliza una cuchara de madera, de preferencia. Pon buena música, sírvete un vino. Y mueve que mueve.
-Cuando empiece a hervir y notes que la mezcla haya cogido una textura mucho más espesa (nuevamente, se consigue moviéndola con paciencia) retira del fuego la preparación.
-Este paso es clave. Toma tres yemas de huevo y un chorrito de oporto -hay que admitirlo, el oporto es de esos licores que solo se encuentran en la casa de la abuelita, así que yo usé pisco cuando me tocó hacerlo sola; si he cometido un pecado culinario, que nadie me juzgue- e incorpóralos a la olla a través de un colador. Todo junto: yemas y licor. Debes mover rápidamente para evitar que la yema se cocine (recuerda que la leche estará caliente). Posiblemente necesites la ayuda de alguien: mientras tú mueves, que la otra persona coja el colador. Yo intenté hacerlo sola y me quedó algo parecido a una sopa de leche con tiritas de huevo. Horrible. Un truco que te puede servir es mezclar previamente yemas y licor e incorporarlo todo como una sola mezcla. Abuelita, no me mates por hacerlo así. El resultado es el mismo, doy fe.
-Incorporadas las yemas, bien mezcladas con la leche, regresa la preparación al fuego para que siga espesando. Del tiempo que sigas moviendo dependerá el espesor. Mueve con ganas, que vale la pena.Termina con una cucharada de mantequilla para dar brillo. Sirve con canela en polvo.
Aquí, Evelyn y su receta terminada. Ella nunca ha esperado a que el plato enfríe y, la verdad, yo tampoco. Ataquen.