Jaime de Althaus

La ofensiva legal y política de y sus ministros, congresistas y abogados contra la fiscal de la Nación, el y la prensa es una prueba monumental de obstrucción a la justicia, y es propia de mafiosos. En lugar de responder a las denuncias y aclarar los hechos, se busca inmovilizar y amedrentar a la fiscal de la Nación y desacreditarla con imputaciones difamatorias. Con médula autoritaria, se usa recursos legales para negar la separación de poderes y anular las funciones propias del Ministerio Público y del Congreso.

Según la fiscalía, el presidente Castillo dirige una organización criminal que ha dictado decretos y colocado personas en puestos claves para direccionar obras y contratos en varios ministerios y empresas públicas para obtener ingresos ilícitos para él, su familia, aportantes a su campaña y congresistas. Y se señala también que ha realizado diversos actos para ocultar evidencias e incluso para amedrentar a los fiscales. El dueño de una clínica, Fermín Silva, confesó haber dado S/30 mil para Castillo por el nombramiento de Hugo Chávez en Petro-Perú, y la denuncia constitucional refiere como “elemento de convicción” un pago de S/2 millones a Castillo luego de que Abudayeh ganara la licitación del biodiésel (p. 147).

El asunto es muy grave. El presidente no puede permanecer en el cargo y el Congreso tiene que encontrar la salida. Como sabemos, la fiscal de la Nación ha optado por una denuncia constitucional que, en buena cuenta, busca inaplicar el artículo 117 de la Constitución a partir de lo establecido en la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, que forma parte también de nuestro ordenamiento constitucional desde que fue aprobada por el Congreso en el año 2004.

Hay constitucionalistas que sostienen que, efectivamente, puede haber normas constitucionales que devienen inconstitucionales. El artículo 117 sería una de ellas en la medida en que permitiría que se entronice la corrupción presidencial hasta el fin del mandato, una situación inadmisible. Este argumento sería válido, pero más cierto aun es el principio de que la Constitución sirve fundamentalmente para limitar el poder. Si podemos relativizar o inaplicar sus artículos en función de interpretaciones debatibles o de circunstancias políticas, por más graves que sean, estamos debilitando sensiblemente a la Constitución como límite del poder y, por lo tanto, como defensa o protección de la libertad y de otros valores fundamentales. Puede ser útil ahora, para resolver el grave problema que tenemos, pero cualquier presidente autoritario o dictador en el futuro se puede valer de argumentos similares para retirar controles y límites a su poder.

Ya hemos experimentado lo mismo cuando Martín Vizcarra disolvió el Congreso alegando una “denegación fáctica de la confianza”. Si la letra de la Constitución pierde valor, el poder avasalla. Lo apropiado sería modificar el artículo 117 incluyendo la causal de corrupción. Pues la propia Carta Magna establece en su artículo 57 que “cuando el tratado afecte disposiciones constitucionales debe ser aprobado por el mismo procedimiento que rige la reforma de la Constitución”. Y eso no ha ocurrido.

Pero la Constitución sí ofrece salidas. Hay dos caminos para resolver este problema. Uno es la vacancia, la vía más limpia. Hay una moción completísima, contundente y muy bien fundamentada que tiene más de 80 páginas. Para eso, sin embargo, el Congreso debe desaforar a ‘los niños’, o persuadirlos. El otro camino es el artículo 114, que permite la suspensión del ejercicio de la Presidencia de la República por incapacidad temporal del presidente. Según el abogado Lucas Ghersi, se trata de una medida cautelar: el presidente podría ser suspendido por el Congreso hasta que se resuelva la denuncia constitucional presentada por la fiscal de la Nación. O hasta que se consiga los votos para la vacancia. El Congreso tiene que dar una solución.

Jaime de Althaus es analista político