“No bajemos la guardia ante un virus que no cree en escándalos y que sigue ahí, aun más mafioso y letal”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
“No bajemos la guardia ante un virus que no cree en escándalos y que sigue ahí, aun más mafioso y letal”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
/ Víctor Aguilar Rúa
Alexander Huerta-Mercado

“Creo en América. América hizo mi fortuna y he dado a mi hija una educación americana”. Esta es la poderosa afirmación que le hace el próspero empresario funerario Amerigo Bonasera a Don Vito Corleone, conocido como , en la primera escena de la formidable adaptación para el cine que hizo Francis Ford Coppola de la novela de Mario Puzo, en 1972. Ese día era la boda de la hija de Don Corleone y este, como tradición, se encontraba dispuesto a ofrecer favores. Bonasera le explica al Padrino que un grupo de muchachos ha agredido brutalmente a su hija y que, al buscar justicia, el juez se había mostrado parcial hacia los jóvenes. Indignado, impotente y decepcionado de la legalidad, Bonasera recurre a la mafia; es decir, al Padrino, para que haga justicia, llegando a ofrecerle dinero a fin de que le ayude a conseguir una venganza personal por encima de la ley. Don Corleone, sin embargo, se muestra ofendido por el ofrecimiento monetario y por la falta de lealtad que le hubiera ahorrado muchos problemas al empresario funerario. El terroríficamente sabio Don Corleone sabe también que la justicia formal tiene un límite y que hay conceptos como ‘honor’ y ‘venganza’ que se entienden culturalmente, pero no en el plano de las leyes oficiales. El Padrino decide ayudar a Bonasera, ofreciéndole castigar por encima de la ley a los jóvenes agresores. A Don Corleone no le interesa el dinero, pero exige el trato de “Padrino” y sella el pacto con una frase memorable: “Algún día, que quizá nunca llegue, te pediré que hagas algo por mí”.

Este tipo de reciprocidad generalizada ha sido parte integral de diferentes comunidades humanas precapitalistas en las que se establecen favores que no deben ser pagados en el momento, sino que forjan una relación jerárquica de estatus –el que da siempre queda en una mejor posición que el que recibe– y, así, se establecen cadenas de favores que generan también cadenas de estatus. Para ponerlo en simple: los intercambios generan relaciones y, como en el box, es mejor dar que recibir.

En comunidades tradicionales, las formas en las que se establecen las familias y los matrimonios arreglados han sido una buena ruta para facilitar este sistema de servicio. Las alianzas matrimoniales no necesariamente eran monógamas y podía privilegiarse el matrimonio entre una persona con varias otras, generando un sistema social de obligaciones y de servicios increíblemente eficiente en tejidos sociales en los que no circulaba el dinero, no había seguridad social ni sistemas de pensiones y, sin embargo, todo el mundo estaba cubierto: doy para que des, garantizando y circulando lealtades.

En el mundo andino, basado en la reciprocidad, la conquista española truncó varios sistemas matrimoniales o de alianzas imponiendo la monogamia y reemplazando o separando lazos familiares a través de la encomienda o de la creación de comunidades encerradas en pueblos de fácil control.

Una forma que los pobladores andinos encontraron estratégica para reemplazar sus prohibidas costumbres matrimoniales y de alianza fue copiar el sistema de padrinazgo traído desde Europa que generaba poderosas relaciones de compadrazgo. Así, calcando un sistema traído por los conquistadores, el poblador andino pudo mantener su valioso sistema de capital social con padrinos no solo de los sacramentos católicos (como los bautizos o los matrimonios), sino también del primer corte de cabello o del techado de la casa, entre muchos otros.

Pero además de la relación de padrinazgo, también la familia extendida (en el Perú, el matrimonio no es solo con una persona, sino con toda su familia), los sistemas de organización por paisanaje y la amistad han permitido que, desde abajo, se pueda sobrellevar una legislación imposible de cumplir para la mayoría y unas trabas burocráticas con las que los migrantes se toparon en las ciudades peruanas. En otras palabras, intercambiar favores y tener conocidos dio paso a una fruto de lo que llamó ‘desborde popular y crisis del Estado en el Perú’.

Hasta aquí, todo interesante. Sin embargo, cuando estos sistemas de compadrazgo se combinan con un sistema democrático formal basado en la elección, el mérito y la administración transparente, se genera un cortocircuito en el que la circulación del poder se transforma en corrupción. Un sistema de reciprocidad que busca el equilibrio de la comunidad se degrada en un sistema de beneficio individual que perjudica al resto. Hay sistemas que, por su propia naturaleza, no deben combinarse y que, en momentos de crisis (como el del ), nos permiten ‘ver en HD’ cómo la informalidad ha sido naturalizada en nuestra sociedad y, a la larga, desde arriba o desde abajo, ha estructurado las relaciones de poder.

Decepcionados y desbordados, entendámonos como una sociedad que nos ofrece mucho por hacer y corregir, fruto de una historia complicada cuya resolución nos exige no caer en el laberinto de los linchamientos (tan apetecibles en Internet) o de los juicios manipulados, sino un cambio de perspectiva en el que todos nos volvamos más formales (por difícil que parezca) y no bajemos la guardia ante un virus que no cree en escándalos y que sigue ahí, aun más mafioso y letal. Esta es una oportunidad de cambio que, como dice el Padrino, es una oferta que no podemos rechazar.