Las autógrafas remitidas al presidente Martín Vizcarra llevaban las firmas del titular del Legislativo, Pedro Olaechea y de la primera vicepresidenta Karina Beteta. (Foto: Congreso)
Las autógrafas remitidas al presidente Martín Vizcarra llevaban las firmas del titular del Legislativo, Pedro Olaechea y de la primera vicepresidenta Karina Beteta. (Foto: Congreso)
Juan Paredes Castro

Hay un largo historial en América Latina sobre cómo y por qué acaban las democracias y cómo y por qué, junto con ellas, acaban la ley y la justicia.

Uno de los factores de este mal endémico es la deslealtad constitucional, encarnada en reformas forzadas por quienes llegaron al poder por la vía democrática y jurando respeto por la Carta Magna que luego pretenden someter.

Así prolongaron sus mandatos en el Perú y Hugo Chávez en Venezuela, seguido de . Así lo han hecho Daniel Ortega en Nicaragua y Evo Morales en Bolivia. Que no nos extrañe que lo haga también Andrés Manuel López Obrador en México. Rafael Correa en Ecuador y Cristina Fernández de Kirchner en Argentina no andaban lejos de estos modelos.

Y así como en viejos tiempos las autocracias y las dictaduras se implantaban y prolongaban mediante golpes militares, en los nuevos tiempos estas se implantan y prolongan mediante “golpes populistas”, desde dentro del orden constitucional, desnaturalizándolo y muchas veces violentándolo. El caudillo de turno deja de gobernar bajo reglas constitucionales, invocando designios mesiánicos, encuestas ad hoc, referéndums amañados y aplausómetros de calle y salón.

La ruptura de la Constitución legítima da paso al empoderamiento de la “constitución bastarda”, hecha a la medida del régimen.

Si en tiempos de la revolución mexicana Pancho Villa podía llamar “abogados de urgencia” para dar forma al nuevo orden político, en tiempos azarosos como los nuestros, el presidente también empieza a buscar “abogados de urgencia” para dar forma a un nuevo orden político, a su real saber y entender, y según sus propias determinaciones.

No debería, pero puede hacerlo. Tiene el monopolio de la fuerza. He ahí el peligro.

Cuando el país no está para reformas constitucionales, menos para las que se quieren hacer a la carrera y bajo amenaza de disolución del Congreso, que es, además, el único autorizado para aprobarlas, se escucha decir que, en efecto, no hay nada que el presidente no pueda hacer. El tema no es si puede hacer esto o aquello, como plantear una cuestión de confianza sobre reformas constitucionales. El tema es si debe hacerlo, midiendo los alcances y las consecuencias de sus actos.

Claro que toda Constitución es susceptible de reformas, que resultan imprescindibles pero siempre bajo el clima propicio y las razones de Estado que generan los debates, acuerdos y consensos. Hace tiempo que estaba en manos de la mayoría fujimorista del Congreso hacerlas, sabia y desapasionadamente, y como reivindicación de los daños que la autocracia produjo entre el 90 y el 2000 al orden institucional. Lamentablemente, esa mayoría fujimorista descendió al mismo espíritu de confrontación del gobierno, echando a perder la mejor oportunidad de dotar a nuestro sistema político de las condiciones de confianza, eficacia y representación que tanta falta le hacen. No olvidemos que las reformas políticas que hoy exhibe el gobierno como trofeos y que se hicieron atropelladamente apenas arañan las expectativas populistas que se promovieron entonces. ¿Dónde está, por ejemplo, la Junta Nacional de Justicia, reemplazante del “corrupto” Consejo Nacional de la Magistratura? ¿Y dónde la ansiada bicameralidad que supuestamente rescataría la calidad y majestad del hoy desprestigiado Congreso?

Llamados a dialogar por el país y no por los adversarios que tienen delante de sí, Martín Vizcarra y debieran honrar la Constitución antes que terminar siendo desleales con ella, arrastrándola a una vacancia presidencial o a la irreversible ruptura de una cláusula dorada como es el cumplimiento de los períodos presidencial y congresal de cinco años.

La Constitución no acorta ni prolonga mandatos. Quienes gobiernan y legislan han sido elegidos y perciben salarios para superar crisis y no para salir corriendo de sus responsabilidades. La deslealtad constitucional también paga su precio.