El congresista del Nuevo Perú Édgar Ochoa (primero de la izquierda), con el apoyo de sus colegas de bancada ha presentado un proyecto de ley para impedir que los docentes que desaprueben por tercera vez la evaluación magisterial sean despedidos.
El congresista del Nuevo Perú Édgar Ochoa (primero de la izquierda), con el apoyo de sus colegas de bancada ha presentado un proyecto de ley para impedir que los docentes que desaprueben por tercera vez la evaluación magisterial sean despedidos.
Editorial El Comercio

La evaluación de docentes –y las consecuencias que esta podría acarrear a los que resulten reiteradamente desaprobados– ha demostrado ser el centro del conflicto entre quienes impulsan la reforma de la política educativa en el país y quienes la resisten. Si el Gobierno puede reclamar que el saldo final de la reciente huelga magisterial no fue para él completamente negativo, es porque no cedió en ese terreno. Y si la dirigencia surgida en medio de esa confrontación amenaza permanentemente con nuevos paros y marchas, es porque no consiguió la aspiración maximalista de liquidarla o ‘suspenderla’.

Las encuestas en las que se consulta a la ciudadanía sobre la importancia de ese instrumento para mejorar la calidad del servicio educativo que el Estado brinda son definitivas, y sin embargo, algunos de sus representantes políticos insisten en tratar de dejar las referidas pruebas sin efecto.

Así, mientras desde la bancada congresal de Nuevo Perú se ha presentado un proyecto de ley para evitar que los maestros que no aprueben la tercera evaluación de desempeño sean despedidos, el Gobierno Regional de Cusco ha emitido una ordenanza para que su puesta en vigencia sea suspendida hasta que se implemente y ejecute un programa de capacitación para los docentes.

La lógica sugiere que, en la medida en que la opinión de los electores es mayoritariamente favorable a las pruebas, quienes dependen de sus votos para permanecer en sus puestos –recordemos que han existido algunos intentos para permitir nuevamente la reelección de los gobernadores regionales y alcaldes– o para aspirar a nuevos encargos, deberían también respaldarlas de manera resuelta. Y sin embargo, en los casos que mencionamos, eso no ocurre.

¿Cuál es la explicación para esa conducta aparentemente contraria a la conveniencia de tales políticos? ¿Acaso se trata de una cruzada principista que no le teme al costo en popularidad? Difícilmente. Sucede más bien que, mientras las personas favorables a las evaluaciones están dispersas en la sociedad y no organizadas para defender sus intereses, quienes se podrían beneficiar de la supresión de las pruebas constituyen un núcleo compacto y consistentemente volcado a la brega por esa causa. Es decir, para los políticos que quisieran tentar un cargo de elección popular, el costo de resistirse a la evaluación es difundido, mientras que el beneficio de acabar con ellas es concentrado. Resulta entonces un mejor negocio jugarse por lo segundo.

Por supuesto que los argumentos para quitarles a las evaluaciones el efecto de filtro no hablan de la consecuencia electoral de la eventual medida. En el caso del proyecto de ley del congresista Édgar Ochoa de Nuevo Perú, se propone reubicar a los docentes reiteradamente desaprobados en otras áreas del sector Educación (lo que supondría que no existe gente ocupando ya esos cargos a la que haría falta despedir). Y en el de la ordenanza del ya referido gobierno regional, se mencionan nuevas capacitaciones previas como condicionantes, desconociendo los talleres ya implementados por el Ministerio de Educación y, de paso, las competencias del ente rector de la política educativa en el país.

El ‘quid pro quo’ propuesto, sin embargo, es evidente: ‘Yo no te evalúo y tú no objetas o, más bien, apoyas mi eventual candidatura’. O, si se quiere: ‘Yo no te evalúo, tú no me evalúas’.

Pero más allá de eso, la única respuesta razonable a esa inercia que inclina a aquellas autoridades cuya continuidad depende de las urnas a socavar el efecto seleccionador de las evaluaciones, es hacer consciente el costo de tal medida en ese sector mayoritario pero disperso de la ciudadanía que hoy no está organizado, para exigirles a sus representantes que cumplan con hacer efectiva su voluntad. Es decir, hacerles saber que los estamos evaluando.