Editorial: ¿Quién le tiene miedo al lobby feroz?
Editorial: ¿Quién le tiene miedo al lobby feroz?
Redacción EC

Hay algo que está objetivamente mal en los exitosos actos de gestión de intereses realizados en favor de determinadas empresas privadas con algunos ministros de este gobierno: fueron realizados al margen de la ley y de los estándares de transparencia que, con buenas razones para ello, se exigen para los lobbies. Por ejemplo, según ley, quien toma contacto con una autoridad pública para promover un interés dado tiene que estar inscrito en el registro público de lobbistas. Y la misma toma de contacto debe ser reportada para efectos de su registro.

Desde luego, la propia regulación legal del lobby parte del principio –correcto– de que los lobbies en sí no son malos. Ese interés que el lobbista representará frente a la autoridad pública puede ser un interés legítimo y legalmente respaldado. Lo que sí es malo es que no quede registro y no pueda haber, por tanto, modo de fiscalizar si ese es el caso o no. Malo para las garantías que tiene la justicia en cada caso concreto y malo, ciertamente, para el sistema en sí. Si algo petardea tanto a la idea de la democracia como la del mercado es que la ley no sea igual para todos y que las autoridades públicas no estén ahí para servir a esa ley, sino a sus amigos o a los poderosos.

Por otra parte, para que se dé este efecto de petardeo no se requiere la constatación de que el lobby fue realizado en aras de un interés ilegal. Basta la sospecha, esa que, como advertía Bacon, al igual que los murciélagos solo levanta el vuelo cuando hay oscuridad. Es decir, para el caso, cuando no se sabe bien quién está hablando con qué autoridad, en representación de quién y sobre qué.

Dicho todo esto, hay que decir también que ayudaría a bajar la necesidad de muchos lobbies y, en general, la proliferación de la actividad, si el peso de nuestras regulaciones unido al de una burocracia normalmente poco profesional y poco eficiente (cuando no corrupta) no hicieran demasiado a menudo tan difícil, cuando no imposible, la realización de una serie de actividades no solo perfectamente legítimas sino requeridas por el país. No es por gusto que el Ránking Global de Competitividad nos da el puesto 127 de 144 países en la categoría “peso de la regulación gubernamental”.

Para ilustrar este punto, no hay que ir más lejos que a uno de los más sonados casos de lobby que ha salido a la luz: el caso en el que una lobbista le escribió al entonces ministro de Agricultura para que ayude a su representada –una empresa eléctrica– a obtener un permiso para el uso de agua por parte de la Autoridad Nacional del Agua (ANA). Resulta que, aunque la ley manda que la ANA tiene que responder –otorgando o denegando el permiso– en 30 días a quien se lo solicite, habían pasado seis meses desde la solicitud de la empresa sin que esta lograse obtener ninguna respuesta de la ANA. Y resulta también que la misma ley manda que si la ANA no responde en esos 30 días opera el “silencio administrativo positivo”, lo que en buen cristiano quiere decir que se considera dado el permiso. Así pues, en ese caso la lobbista en cuestión solo actuó porque desconfiaba de que esta regla del silencio positivo fuera luego respetada por el propio Estado y temía que ello causara futuros problemas a la empresa. Por ello, pidió al ministro que intercediera para que la empresa obtuviera una resolución dejando constancia del permiso al que legalmente ya tenía todo el derecho. 

Desde luego, no queremos decir con esto que todos los lobbies sean realizados de buena fe, sin intención de violar la ley. De hecho, este no es el caso muchas veces y debe imponerse la transparencia especialmente para combatir los lobbies que buscan no que haya justicia sino trampa. Pero también sería bueno si el asunto de los lobbies puede servir para mostrar, una vez más, lo esencial de las tantas veces postergada reforma de la permisología y de nuestro servicio civil que, entre otras cosas, haga menos útiles los lobbies de cualquier tipo.