(Foto: Archivo El Comercio)
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Carlos Meléndez

A inicios de su gestión (2010-2014), el entonces presidente Sebastián Piñera anunció “el mejor censo en la historia de Chile”. Para un gobierno de perfil tecnocrático, denominado “de lujo” por sus seguidores, llevar adelante una nueva contabilidad demográfica sería un mero trámite. Inclusive optó por un cambio en la metodología: pasar de la tradicional recolección de datos de un día a un intervalo de dos meses. El evento, sin embargo, se prolongó a más de tres meses, con reclamos de personas que no habían sido contactadas por los empadronadores. La cifra final (algo más de 16 millones) fue retada por una evaluación independiente de Celade (Naciones Unidas), que concluyó que los datos generados no cumplían con los estándares de un censo. Los resultados de ese censo fueron retirados de las cifras oficiales; recién en abril de este año (cinco almanaques después), un nuevo gobierno enmendó el grave error.

Las consecuencias del “mejor censo de la historia” chilena se constataron en varias arenas. A nivel técnico, Chile careció por años de información confiable para la planificación de sus políticas. Incluso se especuló sobre una aparente manipulación de las cifras por el propio director del Instituto Nacional de Estadísticas. Las cifras del IPC (índice de precios del consumidor) fueron cuestionadas, lo cual fue evaluado negativamente por las clasificadoras de riesgo. A nivel político, el ruido no tardó en llegar al Parlamento y la agenda congresal encontró un flanco más de ataques al primer gobierno de derecha después de Pinochet. A nivel ideológico, la marca tecnocrática de la “moderna” derecha chilena entró en bancarrota, mellando seriamente su reputación.

¿Será una simple casualidad que dos gobiernos “de lujo” como el de Piñera y el de Kuczynski en el Perú pasen a la historia con la responsabilidad política de censos vergonzosos? Uno y otro comparten una visión del proceso de toma de decisiones basado en entornos de confianza y, por lo tanto, pueden sufrir de fallas calamitosas cuando delegan responsabilidades a “extraños”, ajenos a dichos círculos. Minimizan “el trabajo sucio”, que en este caso es el levantamiento de la información. (¿Por qué se encarga esta tarea a un funcionario provisional como Aníbal Sánchez?). Los ejercicios censales bajo su responsabilidad proyectan un desconocimiento de la dinámica real de la sociedad. (“Faltaron censadores para cubrir el crecimiento vertical de la ciudad”). La concepción del financiamiento del censo –con patrocinio de empresas privadas– refleja esta estrategia público-privada que se busca asentar como sentido común: “El Estado ya ha fracasado; solo confío en la inversión privada”. Los reflejos los delatan: no son “hombres de Estado”, sino “hombres de negocios”.

El censo es un ejercicio institucional por excelencia porque se refiere a la función primordial de un Estado: contabilizar a sus miembros. Si este deber –que evidencia una mínima capacidad estatal– se ejecuta con la frivolidad antiestatal que caracteriza a la derecha tecnocrática, la propia utopía GCU del club de la OCDE se vuelve inalcanzable.