"Qué poco humanos fuimos condenándolos al hambre cuando su actividad ni siquiera está entre las más contagiosas". (Foto: Anthony Niño de Guzmán/ GEC)
"Qué poco humanos fuimos condenándolos al hambre cuando su actividad ni siquiera está entre las más contagiosas". (Foto: Anthony Niño de Guzmán/ GEC)
Fernando Vivas

Hace una semana me cayó un baldazo de agua fría. No fue al enterarme de que los muertos diarios del superaron a la primera ola (luego de ese pico, el lunes se reportó un tercer día consecutivo de descenso, así que crucemos los dedos), ni al ver las colas de balones verdes de oxígeno cuando prendo la TV al amanecer. Esas imágenes serán una herida abierta aún cuando pase la pandemia.

El baldazo vino de la exposición de una investigación de la ONG internacional Wiego (Mujeres en Empleo Informal Globalizando y Organizando, por sus silgas en inglés) sobre la situación de cuatro sectores informales en Lima (ambulantes, trabajadoras del hogar, canillitas y recicladores). El estudio, basado en encuestas y entrevistas a 216 personas; se hizo entre junio y julio del año pasado, cuando la primera ola había concluido. La idea central era comparar la situación de febrero del 2020, un mes antes de que la pandemia arrecie con sus meses de pico, y el descenso de la curva a mediados de año.

El resultado es espantoso. Ahora comprenderán por qué es un baldazo helado: Lima es una de 12 ciudades con alta tasa de informalidad comprendidas en el estudio (las demás son Accra, Ahmedabad, Bangkok, Dakar, Dar Es Salaam, Delhi, Durban, México, Pleven, Nueva York y Tirupur). La investigadora Carmen Roca, antes de resumirme la situación limeña, me hace una advertencia: la contracción que sufrieron los encuestados hacia la mitad de año fue la peor de las 12 ciudades.

Por supuesto, esa contracción se debe a que nuestra cuarentena fue la más estricta de todas; pero es terrible saber que el 63% dice haber experimentado hambre en su hogar. Esa cifra es la mayor de las 12 poblaciones (le siguen, bastante lejos, Delhi y Dakar, con 35%). Conclusión preliminar de espanto: la nos ha hecho hablar de un efecto visceral de la pobreza extrema. Antes de ella, hablábamos de anemia y desnutrición, ahora hablamos de hambre. ¡Que esto sea un escándalo!

¿Acaso los bonos no se diseñaron para evitar el hambre? Sí, pero solo el 50% dice haber recibido algún bono. Sigamos con la autodescripción desoladora: el 73% agotó sus ahorros; el 56% pidió ayuda a familiares, amigos y vecinos; el 38% pidió prestado. Este es el consolidado de la contracción por sector: Los ambulantes ganaban en promedio S/46, y luego de la pandemia, S/7. Las trabajadoras del hogar cayeron de S/52 a S/12; los canillitas de S/36 a S/16 y los recicladores de S/42 a S/4.

Esa pérdida, para remate, le quita al informal el mínimo capital que necesita para comprar su mercadería. Qué poco humanos fuimos condenándolos al hambre cuando su actividad ni siquiera está entre las más contagiosas. Y seguimos relegándolos.