"Estos dogmas liberales han tenido al fujimorismo y al antifujimorismo como sus respectivas superestructuras políticas". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Estos dogmas liberales han tenido al fujimorismo y al antifujimorismo como sus respectivas superestructuras políticas". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Carlos Meléndez

Dos versiones de liberalismo debaten sus visiones de país. Por un lado, los liberales económicos reducen la concepción de desarrollo a la de crecimiento económico. Su preocupación “institucionalista” es secundaria, pues se resume en una obsesión desburocratizadora. El Estado es una “traba” y hay que domarlo a toda costa. Por otro lado, los liberales políticos (autodenominados “republicanos”), críticos de la visión economicista, ponen el énfasis en el desarrollo de instituciones políticas, aunque desde una visión maniquea en la que el civismo solo es potestad de unos cuantos, determinados por sus manifiestos niveles de indignación.

Ambas concepciones del desarrollo son excluyentes de las mayorías. La primera deja la inclusión a la dinámica de la economía. Se trata, por lo tanto, de una “inclusión invisible”, una visión premoderna del funcionamiento de la sociedad tan diáfana como las reglas del mercado que endiosa. La segunda noción deja la inclusión a la dinámica de la indignación. Esta “inclusión cívica” entiende como señal de ciudadanía el rechazo generalizado a la corrupción del establishment, si bien la ira no se canaliza por la vía del estricto Estado de derecho. De hecho, la actual coyuntura de “lucha contra la corrupción” delata por falsos a los “republicanos” que reemplazan política por moralina. En un país donde la opinión pública afecta el derecho a la presunción de inocencia, donde se apoyan “reformas políticas” nada saludables (como la prohibición de la reelección congresal), se erige un semiestado de derecho. La “inclusión cívica” niega la real incorporación ciudadana porque excluye a los rivales políticos y valóricos. Esta visión posmoderna se limita a la satisfacción de las necesidades morales, pero a la larga relega la oportunidad de modernización política inclusiva.

Los principales problemas de nuestra sociedad, y que tanto retrasan nuestro desarrollo integral, se basan en procesos de modernización truncados. La informalidad (como ethos del peruano promedio) y la conflictividad social (como fracaso de la representación política) son la mayor evidencia de que los proyectos políticos no han ejercido ni promovido la modernización inclusiva requerida, esa que garantice seguridades económica, física, jurídica y patrimonial a los peruanos. Esto se logra a través de la constitución de un Estado funcional y de la generación de una narrativa identitaria en la que puedan reconocerse las mayorías. Los programas liberales –económicos y políticos– no solo son excluyentes sino discriminatorios, ya sea porque el “electarado” (sic) no vota como los liberales quisieran o porque lo hacen “motivados por un táper” (sic).

Estos dogmas liberales –económicos y políticos– han tenido al fujimorismo y al antifujimorismo como sus respectivas superestructuras políticas. Y es precisamente la defensa y oposición al legado fujimorista la que ha soslayado la resolución pendiente de los males estructurales indicados. En este contexto surge la impronta de Vizcarra, que sintoniza con el sector popular informal (le compite al fujimorismo en su bastión) a través de mecanismos de democracia directa coherentes con la desorganización de la sociedad, y con el sector clasemediero vía un discurso anticorrupción que es edulcorado por los monopolizadores de la indignación (el bastión antifujimorista). No obstante, mientras siga distraído en esta superestructura (que da réditos de popularidad), seguirá pendiente la modernización inclusiva que requerimos.