Tirar la piedra y esconder la mano, por Dino Carlos Caro
Tirar la piedra y esconder la mano, por Dino Carlos Caro
Dino Carlos Caro Coria

El inicio de una investigación penal, desde la denuncia hasta el fallo final, implica un triple riesgo para el imputado: riesgo para su libertad (prisión preventiva, impedimento de salida del país), su patrimonio (embargos, pago de la reparación) y su reputación. El riesgo reputacional es la llamada “pena de banquillo”. Se asume por el solo hecho de estar investigado. El juicio ciudadano no siempre respeta la presunción de inocencia ni espera la sentencia final. El caso de Graña y Montero, el desplome de su valor bursátil, es una expresión de ello.

Y es que la relación entre el derecho penal y la opinión pública, tan antigua como el propio derecho penal, ha adquirido en los últimos años otra dimensión, producto de la explosión informativa contemporánea. En ese juicio público, como en el márketing, antes que las pruebas y los argumentos priman las percepciones, las preferencias, la conexión sentimental positiva o negativa del consumidor de la información, que terminan por convertir a verdaderos culpables en inocentes, o inocentes en culpables, o a simples culpables en más culpables de lo que son.

Frente a ello, la reserva de la investigación penal no solo se funda en el deseo de evitar que el imputado huya o manipule las pruebas, sino también en la necesidad de resguardar su reputación, de modo que esta no se afecte más allá de lo necesario para los fines de la propia investigación. En dicha ponderación, también cobra valor el derecho a la información. En casos de corrupción o hechos graves en general, la ciudadanía tiene derecho a conocer, al menos en el plano general, si existe un proceso, de qué se trata y cuáles son las pruebas de cargo, e inclusive las de descargo. Por ello es que en ocasiones la policía, el Ministerio Público y el Poder Judicial usan diversos canales de información ciudadana para difundir el estado de algunos casos que podrían considerarse de especial interés público, con los errores propios de un sistema que ha iniciado el camino de la transparencia, por ejemplo, la difusión a la prensa de decisiones aún no notificadas a las partes, como demanda el debido proceso.

En ese contexto, el Consejo de Defensa Jurídica del Estado, y no el Ministerio de Justicia ni la Presidencia del Consejo de Ministros, tiene el deber de autorregular su actividad e implementar, en términos de ‘compliance’ público o gubernamental, las medidas necesarias para que los procuradores transparenten sus decisiones y el proceso para difundirlas. No hay manuales ni procedimientos de difusión de la información de interés público sobre su trabajo de defensa del Estado, el costo de cada , el dinero recuperado para el Estado, el porcentaje de procesos ganados y perdidos, los criterios para denunciar o impugnar una decisión. Es por ello que asistimos a un desordenado proceso de comunicación, desde un ministro que se entera de una denuncia en su contra por el tuit de un ex procurador, hasta una procuradora que ratifica su valentía comparándola con sus ovarios.

La libertad de expresión de los procuradores debe ejercerse de modo responsable, son abogados del Estado y no del Gobierno. Por ello mismo sus decisiones deben tomarse y difundirse con la transparencia que demanda el uso de un poder público y sus recursos. Si denuncian a un alto funcionario o ex funcionario del Estado, deben saber comunicar las razones de su decisión y no escudarse en una reserva de proceso que ya se vulneró mediante un tuit o el conocido recurso de no poder revelar las estrategias del Estado, las que por cierto jamás aparecen reveladas en las denuncias presentadas ante una fiscalía. Sin mordazas y sin ataduras, jugando a ganador y no para la tribuna, sin tirar la piedra para luego solo esconder la mano.

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