Renato Cisneros

En su última novela, «Un tal González» (Alfaguara, 2022) el escritor Sergio del Molino examina la figura del expresidente español Felipe González durante el agitado período en que fue gestándose la transición a la democracia en la península ibérica. El libro no solo es fascinante por el recuento histórico de aquellos hechos —acuciosamente narrados por Del Molino—, sino porque constituye una nítida radiografía de esa promoción de hombres y mujeres que supieron dejar atrás las pesadas sombras de la dictadura de Franco (muchos de los cuales han fallecido ya), leída con la lupa de un hombre que se encuentra en la plenitud de sus cuarentaicuatro almanaques.

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En lugar de tomar distancia del relato, el narrador de «Un tal González» se implica, no duda en incluir sus recuerdos, pues los años de la transición fueron también los años de su infancia, de su reconocimiento del mundo familiar y nacional. Sin embargo, no hay en estas páginas un tono impugnatorio. Lejos de pedir explicaciones o plantear un ajuste de cuentas hacia los españoles que lo antecedieron, el narrador solo ansía comprender el país que ha heredado. Esa necesidad de revisitar el pasado está inspirada en una reflexión de otro español, Miguel Aguilar, autor apenas unos años mayor que Del Molino, quien afirmó en una ocasión: «Quizá empecemos a apreciar ser hijos de la transición más que nietos de la guerra civil».

Aun tratándose de un libro españolísimo por sus cuatro costados, «Un tal González» interpela al lector extranjero llevándolo a preguntarse qué eventos históricos han marcado el rumbo contemporáneo de su país y, más importante todavía, qué roles ha jugado su generación en el desarrollo de esos eventos.

No he arribado a una respuesta concluyente, pero intuyo que los peruanos que hoy tenemos entre cuarenta y cincuenta años somos, por un lado, nietos de la reforma agraria (no la vivimos, pero recibimos de nuestros padres y abuelos un relato subjetivo sobre su significado) y, por otro, somos hijos de la inflación económica del gobierno aprista, hijos también de la violencia política iniciada por Sendero, e hijos —o quizá entenados— de la dictadura fujimorista. Nuestros años de formación, cuando se forjaron las bases de nuestra identidad y nuestras convicciones, estuvieron marcados a fuego por la escasez, el miedo y la represión. Es por eso que muchos de nosotros insistimos en discutir y diseccionar aquella época, no únicamente para averiguar qué le pasó al país, sino para saber de qué estamos hechos. Pero cuidado que nuestro rol generacional no se agota ahí, no a esta edad, pues ya estamos lo suficientemente grandes para reconocer nuestras paternidades, y mi generación es padre y madre de esta democracia corrupta, esta democracia de utilería que lleva veintitrés años pudriéndose en nuestras narices sin que hayamos logrado —algunos ni siquiera intentado— ponerla a buen recaudo.

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Hace exactamente diez años, escribí una columna titulada «Los castrados», donde acusaba a mis coetáneos —empezando por mí mismo— de habernos quedado entumecidos, presas de una alegre parálisis, preocupantemente aclimatados al espejismo de prosperidad que trajo consigo el ‘boom’ económico ya iniciado el siglo veintiuno. En ese texto, decía que a los miembros de mi generación les faltaron huevos para renunciar al piloto automático, y que no se atrevieron a convertirse en aquello que el destino, la sangre o la vocación nos exigía cuando éramos más jóvenes. Una década más tarde, volvería a escribir cada línea de aquella diatriba.

De la experiencia española revelada en «Un tal González», se desprende una verdad fastidiosa: el bienestar del individuo está íntimamente relacionado con la salud de la política. Al menos, es así en las naciones como la nuestra, que basan su convivencia en las reglas —casi pulverizadas, pero reglas al fin— de la democracia. Por más que uno quiera vivir de espaldas a las esferas del poder, y por más rechazo que nos inspiren quienes circunstancialmente las ocupan y contaminan, no podemos negar que en esas esferas es donde se forjan o se frustran los sueños de los ciudadanos más jóvenes. Solo si personas honestas ingresan hoy mismo a la política, los peruanos que tienen entre quince y veinte años, pese a la monumental precariedad que les estamos legando, podrán reconocerse algún día como padres de un país más libre, más bueno, más justo. //



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