Waikiki es el nombre de una paradisiaca zona del turístico Honolulu, capital de Hawai y centro neurálgico de su vida hotelera por condiciones geográficas que son la envidia de cualquier archipiélago. En lengua hawaiana, Waikiki significa “chorros de agua”.
A unos nueve mil kilómetros de allí, un mítico club para surfistas anclado a la Costa Verde peruana lleva ese nombre desde 1942. No tiene arena blanca ni palmeras. Lo que hay es una playa de piedras con olas perfectas que es un paraíso en su propia leyenda. En común tienen un océano -el Pacífico- y un sentimiento: el surfing.
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Eso fue, precisamente, lo que terminó de acortar las distancias. Hacia la década del 60 –acaso la era más gloriosa que esta disciplina ha conocido jamás– la cultura en torno al surf lo salpicaba todo: desde la música hasta la ropa, pasando por el lenguaje y hasta los gestos manuales.
Esta foto tomada en 1965 durante un campeonato de tabla hawaiana en el limeño Waikiki bien podría venir con banda sonora: The Beach Boys, olor a bronceador y la efervescencia de una generación que empezaba a liberarse de viejos prejuicios. Entonces todavía no se había construido el circuito de playas y las olas reventaban con fuerza. Pero no todas las miradas estaban puestas en el torneo.
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Por esos años, la moda del bikini –creado en Francia dos décadas antes– había llegado para quedarse. Los tiros fueron bajando, los centímetros de tela escaseando y un material llamado lycra acentuaba las formas como una segunda piel. Las jóvenes limeñas de aquella época respondieron con ímpetu. Había empezado una revolución a la orilla del mar.
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