“No era mi intención ofender a nadie. Siempre ha sido mi sueño jugar por el Real Madrid y vine a ganar. La temporada no ha terminado y juntos lucharemos por La Liga. ¡Hala Madrid!” ha tenido que escribir Eden Hazard ante el alud de críticas que ha recibido en los últimos días. Su error, curiosamente, no ha sido el magro rendimiento en la derrota de su equipo, una expulsión imperdonable como la de Juanito en las semifinales del 87, o algún desaire a los hinchas, no. Su gran pecado ha consistido en creer que tras el silbato final el juego se termina.
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A Borges no le gustaba el carácter pasional del fútbol. “La gente cree que ve un deporte, pero no es así” decía. En un universo ideal no tendría que tomarse como un insulto a su propia afición que Hazard intercambie abrazos y sonrisas con sus excompañeros. En otro contexto, minutos antes del juego, por ejemplo, hasta hubiese sido bien visto por los aficionados merengues, “Dejó huella en Londres” hubiesen pensado. Tras la catástrofe del Titanic ese intercambio cordial se convirtió en un insulto.
En su obra sobre las expresiones de los animales y los hombres Charles Darwin concluía que lo que provocaba malestar en determinada cultura no necesariamente lo generaba en otra y viceversa. En Sudamérica, la reacción en una circunstancia similar hubiese estimulado un linchamiento mediático de mayores proporciones todavía. El fin de semana, en el clásico rosarino, Pablo Pérez, volante de Newels Old Boys, destruyó violentamente un dron porque creyó que interfería con su trabajo en el campo. No fueron pocos los que lo justificaron. El fútbol en Latinoamérica es, que tristeza, una cosa muy seria. En Europa en cambio, por lo menos en España, se ha conseguido, en palabras de Enric Gonzales “un futbol socialmente festivo y apacible”. Hasta que se toca a la joya de la corona, por supuesto. El Real no lleva su nombre en vano.
El que debe estar arrepintiéndose es Zinedine Zidane. Desde el 2010 que anhelaba incorporar a Hazard y recomendó su fichaje a “ojos cerrados”. El rendimiento del capitán de la selección belga ha sido un fiasco. Las lesiones no lo han abandonado y ha jugado poco y nada. El Madrid ha invertido160 millones en tres partes por un centrocampista que no solo no brilla en la cancha, sino que, además, no entiende siquiera el sentido de la ocasión, se lamenta Florentino Pérez, presidente de los albos.
“Lo feo es bello y lo bello es feo” decían las brujas en el primer acto de Macbeth. La calamitosa gestión de la directiva madridista ha encontrado en este pequeño escándalo la excusa perfecta para desviar miradas. Ya tienen su chivo expiatorio. En cuestión de días la creación de la Superliga y la debacle de la Champions han pasado a segundo plano. Ahora, “El Duque sin clase” es el que ocupa toda la visceralidad del hincha merengue.
Al Madrid solo le queda ganar la liga. Es eso o buscarse otra excusa.
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