Subamos a un DeLorean imaginario y pidámosle al Doc Brown que nos lleve a mediados del 2018, el año en que renunció Kuczynski y unos audios explosivos sacudían al país. En medio de ese terremoto moral, el fútbol parecía una isla. La selección había clasificado a un Mundial después de 36 años, el equipo de Gareca se hacía fuerte en cada amistoso y la lucha porque Guerrero jugara en Rusia estaba viva. La pelota funcionaba como una válvula de escape al agobiante día a día.
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Entre tanto entusiasmo futbolero, se instaló una idea fundamental: era el momento de los cambios. La clasificación había sido una proeza que no respondía a nuestra realidad. Dinero no faltaba, tampoco ideas para iniciar este proceso de modernización. Hacía falta un remezón estructural que fortaleciera la institucionalidad futbolística. Sin embargo, dejamos pasar el tren.
Como en 1978, cuando tras el descalabro en Rosario, la mayoría prefirió mirar de costado. Como en 1982, cuando la goleada de Lato y sus amigos solo desató indignación selectiva. Como en 1985, cuando por 9 minutos estuvimos a punto de enviar a México a una de las selecciones más viejas de la historia.
La palabra renovación ha estado vedada de nuestro vocabulario futbolístico. Los jóvenes nunca han sido parte de un plan de largo plazo. Quebrar el statu quo ha sido visto siempre como pecado mortal por los señorones que manejan la pelota desde sus oficinas.
No se vio por TV
“Por las puras fuimos al Mundial”, dijo hace unos días Christian Ramos, autor de uno de los goles que nos dio el pasaje a Rusia.
Cinco años después de asistir a una Copa del Mundo, ocho meses después de perder la clasificación a Qatar por un penal, el fútbol peruano depende más de la astucia de un puñado de abogados que del talento de sus futbolistas. Hablamos más del consorcio, 1190 o las transmisiones por youtube que del equipazo que ha armado Alianza, la contundencia de la U o la mano de Tiago Nunes.
Antes de que Agustín Lozano se convirtiera en el reyezuelo de la Videna, había ganas de hacer cambios. Se cometieron errores, pero algo se avanzó. El licenciamiento generó una ola de ceños fruncidos entre directivos acostumbrados al cortoplacismo perromuertero. Hubo, también, un intento de trabajar con jóvenes hacia el futuro. Pero Edwin Oviedo acabó en la cárcel acogotado por graves problemas judiciales que había intentado atemperar usando la selección como escudo.
¿Solución?
En lugar de dar un paso al costado por el caso de la reventa de entradas, Lozano siguió sentadito en su sillón. A cambio, destruyó la institucionalidad de la federación, convirtiendo la comisión de licencias en una caricatura a la que se sabe el TAS le enmendará la plana. La guerra por los derechos de televisión es solo un paso más para acrecentar su poder.
No hay cómo decir que estás equivocado, Christian.
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