¿Qué ocurre cuando un conjunto de procesos químicos se funden en el cerebro de un espectador, un lector o un simple observador que está parado ahí, atónito e incorruptible, delante de un fenómeno, una fuerza de la naturaleza o un objeto no identificado que, en este caso, no vuela, sino gambetea, elude, anota; y se cae en la cuenta de que eso, que es un hombre pero parece un alien -que tan de moda está-, algún día va a dejar de hacer lo que hace, algún día (y aparentemente no tan distante o remoto) ya no va a estar más?
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Aunque en el español no nos sea familiar algún vocablo que encierre la idea de empezar a extrañar a alguien inclusive antes de que se haya ido, no nos es ajeno el sentimiento. Esa “nostalgia de aeropuerto”, conocida más por los abrazos largos antes de un vuelo con pasaje sólo de ida, se extrapola al universitario que sabe que se le viene el fin de fiesta, al enamorado que acepta con tristeza el adiós inminente de la novia o al oficinista que asume que su contrato se está acabando y todavía no lo han llamado a la oficina del gerente. Uno lo sabe, de alguna u otra forma, lo sabe.
Y eso le va a pasar a cualquier persona con la treintena a cuestas o más, que de verdad siga sintiendo pasión por el fútbol, cuando Messi se vaya. Fue difícil ver cómo se terminaba esa rivalidad entre Barcelona y Real Madrid, Messi-Cristiano Ronaldo, Guardiola-Mourinho, MSN-BBC, y ahora lo va a ser mucho más cuando algún día, no tan lejano, Messi se pare delante de un micrófono, le agradezca a Antonella, a su viejos, a sus hijos y sus compañeros, por haberle permitido soñar despierto y hacer felices a todos los que pudo jugando al “fulbo”.
Ese día vamos a ver más de un reportaje de personas en llanto. De barbudos inconsolables que van a sentir que les han quitado un pedacito del mundo, que les han robado los muebles o que se les ha muerto el hermano. Es inevitable. Será inevitable. Y será descorazonador, porque se nos va a contraer casi hasta la ruptura ese órgano latente y carmesí que es donde hacemos residir el amor en occidente, a diferencia de oriente donde por algo todo es más “entrañable” y en vez de romperse ante la ausencia, se queda vacío.
Messi se ha hecho eterno con los goles, las jugadas, los títulos, los récords y el relato cuasi fantástico detrás del niño que no podía crecer y luego terminó siendo el más grande. Con Messi no nos va a pasar lo de tan largo el olvido del que hablaba Neruda, pero sí lo del tan largo el recuerdo que Bryce Echenique escribió en su Guía triste de París.
Frente a lo irremediable, miramos para un costado. Que no quepan dudas de que lo más tabú para un futbolero es la revisión de sus mitos. Messi, Maradona, Pelé, Cruyff, Ronaldo (el gordo), Beckenbauer, George Best y más jugadores comparten esa cualidad de haber trascendido sus habilidades y lo que se puede ver en un video de YouTube, para convertirse en relatos comunes que unen, incluso, las identidades de ciertas sociedades.
Todos los mencionados, salvo uno, están retirados o fallecidos. Ahora se encuentran en la categoría irreversible de quienes no podrán confirmar o negar nada, y cuyo legado perdurará debido a ese empeño de los seres humanos por transmitir el asombro. Messi, por supuesto, es el único que aún llegando a lo más alto, sigue desafiando su propia leyenda. Como en el último partido contra Perú en el que anotó los dos goles argentinos y motivó a que en su país dijeran “mirá cómo juega ese pibe de treinta y seis años”.
En una entrevista en 2015, Juan Román Riquelme, sin mayores elucubraciones, dio una de las mejores definiciones que se podrían dar de Messi, ejemplo y marco comparativo de por medio: “Esto es como ir manejando en una autopista. Si hay un choque, ¿qué haces? ¿Seguís por ahí o vas por otro lado? Doblamos, ¿no? No vamos por donde está el choque. Iniesta hace lo mismo. Si hay mucha gente por acá, él va por allá y está solo”, asegura, antes de entrar a fondo con Messi: “El único que se mete en el choque es Messi. Messi se mete ahí porque no sabe cómo carajo hace pero sale. Él sale, mete el gol y no se da cuenta. Se va a la casa y lo mira por la tele”.
Messi es el jugador de jugadores, el ídolo de los mejores y, además, el tipo que evolucionó tanto que terminó contándonos a todos, argentinos o no, que el Dibu no le pudo hacer upa a la hija por estar cuarenta y cinco días encerrados, y que fue dios el que llevó la copa (América) para el Maracaná. A esas escenas, a esa eternidad, más temprano que tarde, asistiremos con la melancolía de quien abre un álbum o revisa sus recuerdos en alguna red social y sonríe de costado al evocarlos.
Así se irá el hombre perro ese del que hablaba Casciari, el que miraba la pelota hipnotizado, a uno punto cinco de velocidad más que el resto y al que no le importa “el resultado, ni la legislación”. O quizá ya se fue, quizá se civilizó y se hizo más líder, más señor, más campeón. Ojo, no hizo la fácil de sentarse en el sillón, calentarse dos pizzas y ver el fútbol en pantuflas. A su vejez futbolística vino y nos metió dos, sacó campeón a un club de playa de Miami y tiene ganas de más. De “gestionarse”, dice él. Y por eso el poco rubor cuando todo se termine y vea un grupo de gente, con emociones de distopía desesperanzadora, decir que hace frío, pero se vive (Roque Dalton dixit).
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