En una calle angosta a la que dan dos edificios de departamentos de la ciudad de Chicago, se escuchan los gritos de una mujer que es acuchillada por un desalmado en medio de la noche. Ella grita y grita desesperada pidiendo ayuda a los vecinos, ya que ve que se van encendiendo las luces de las ventanas que dan a esa calle. Sabe que escuchan sus gritos, ve sus siluetas junto a sus ventanas, pero nadie acude en su ayuda, nadie llama a la policía.
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En la investigación que siguió al crimen la policía logró determinar que fueron 38 las ventanas que encendieron sus luces, 38 impávidos testigos de este crimen. Todos ellos trataron de justificar su inacción del mismo modo: esperaban que alguien más hiciera algo, que con tantas personas ya mirando por la ventana seguramente alguien más llamaría a la policía, alguien bajaría a auxiliarla o alguien haría algo por la pobre mujer. Así, nadie asumió responsabilidad, nadie se involucró, nadie hizo nada.
Esa terrible historia la cuenta Malcolm Gladwell en su libro “Punto clave” y se refiere a lo que pasó esa noche, que ha sido luego muy estudiado como “el efecto del espectador”. Yo siempre la recuerdo cuando escucho personas preocupadas o desesperadas con alguna situación que están viviendo o sufriendo y siento que esperan que alguien más, que otros actúen por ellos, que “alguien haga algo”.
En una de mis líneas de trabajo, que es ayudar a que las personas tomen el control de sus carreras profesionales y destinos laborales, también observo que muchos prefieren que sean otros quienes dirijan sus carreras, que les digan lo que deben aprender, qué deben hacer a cada paso. Esperan que otros hagan algo por ellos, les den oportunidades de crecimiento o desarrollo o que estas lleguen por sí solas.
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Sé que la historia que cito arriba es algo extrema y que muchos pensarán que no sirve de ejemplo para temas de liderazgo personal. Quizá es mi actual sentido de urgencia lo que me lleva a establecer esa comparación. Y es quizá también porque siento que muchas personas, pese a las circunstancias actuales, permanecen pasivas frente a su desarrollo personal, a su nivel de empleabilidad, a su compromiso real de generar valor, de contribuir activamente a los resultados y con el país, con punche, cabeza y corazón. Y veo a muchos que encuentran excusas para elevar sus niveles de competitividad prefiriendo culpar a otros por sus desaciertos o peor aún, siguen repartiendo culpas con la mirada puesta en el pasado sin ser capaces de crecer frente a las circunstancias o a sus egos.
Y es que hoy más que nunca necesitamos en el Perú personas muy atentas a lo que pasa en el entorno, en su sector y en el país en general. Personas comprometidas con la calidad de sus servicios y lo que de sí mismos ofrecen al bien común. Personas que lideren asertivamente sus carreras y que las lideren también en favor del país. Quienes así lo hagan alcanzarán además las oportunidades que siempre traen las crisis para crecer, destacar y surgir como líderes a todo nivel. Son tiempos de hacernos cargo y asumir responsabilidad por nosotros mismos, por nuestras familias y por los peruanos de bien. Vamos, Perú. No basta con encender la luz, hay que levantar la voz y actuar para salvar al país.
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