Los hechos suscitados a partir de la vergonzosa vacancia presidencial han marcado, sin duda alguna, un hito álgido en nuestra precaria institucionalidad. Como anticipara en artículos previos, a partir de aquí, la incertidumbre ha reforzado su protagonismo con consecuencias en la gobernabilidad presente y futura del Perú; y por supuesto, se posa una nube oscura, longa y peligrosa, sobre la senda de crecimiento y reducción de la pobreza que deseábamos retomar. Si los que ostentan el poder no muestran prontas señales de cambio que frenen la actual destrucción de nuestras ya precarias instituciones, el rumbo al desastre será difícil de detener.
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Nuestra historia republicana arrastra la mácula de una inconclusa búsqueda de una estructura institucional que nos condujera por un sendero sostenible. Si bien desde los noventa la economía fue adquiriendo cierto orden y relativa predictibilidad, sabíamos que sus bases políticas eran endebles. Las “repartijas”, que de tanto en tanto asomaban en la prensa, alcanzaron estado de gangrena a inicios de este siglo, para volver a estallar luego del escándalo Lava Jato hace poco más de un lustro, salpicando a todos los presidentes electos en los últimos veinte años.
Y a partir de ahí llegamos al presente. El cierre constitucional del Congreso en 2019, celebrado con algarabía como símbolo de un deseado cambio en la brújula, derivó en referéndum y elección de 130 individuos que resultaron peor que los anteriores. Y es que era iluso pretender que las mismas reglas de juego que concibieron a los anteriores nos iban a brindar algo mejor. Por el contrario, el sistema político sólo ha demostrado ser un mecanismo endógeno y con vida propia; una especie de “inteligencia artificial” que a través del voto ciudadano se esmera en empeorar la calidad de las autoridades electas, trayéndonos congresistas que hieden mayor corrupción y oportunismo político.
Las multitudinarias marchas pacíficas que se vienen llevando en todo el país se nutren día a día ante la falta de firmeza del flamante gobierno en plantear meridiana distancia a las destructivas iniciativas de este Congreso. Y si bien las protestas pueden terminar logrando que el Congreso -donde reside hoy el poder- retire sus dañinas intenciones contra el país, en abril del 2021 volveremos a entrar al mismo mecanismo electoral que produce cada vez peor fauna política.
Hoy, cualquier mínima decisión de inversión y de consumo se ha reducido sustancialmente, agravando más las enormes complicaciones derivadas del Covid-19. Al escenario de alta volatilidad en los mercados bursátiles, cambiarios y de deuda, se le suman los anuncios confidenciales y públicos que emite la banca de inversión y clasificadoras de riesgo, poniendo en cuestionamiento nuestro afamado soporte financiero. Este último viernes, un poseedor importante de bonos peruanos me hizo un gráfico comentario que vaticina nuestro destino: “sumarle a la delicada situación fiscal un escenario político con tres presidentes en menos de cinco años, y la posibilidad de alguno más antes de julio, es el camino seguro para perder ipso facto el grado de inversión”. Y si esto se produjera, entraríamos sin duda a una dinámica penosa para familias y empresas.
Si no somos capaces de dar una mínima predictibilidad, es ya imposible llegar con esperanzas a julio de 2021. Nuestras posibilidades de crecer pasada la pandemia se habrán hecho humo, y los sacrificios económicos que se le pedirá a los ciudadanos serán mayores, lo que seguro complicará más el escenario político. En este contexto, es poco creíble hablar de reformas que impulsen a los sectores de mayor productividad sin encontrarnos con más conflictividad. Y es justamente por ello, que más allá de interrumpir los bajos deseos de nuestros padres de la patria, se requiere ir pensando en soluciones que eviten que nuestro sistema político siga evacuando esta inmundicia de oportunistas que obstruyen nuestro camino a un verdadero desarrollo. Sin ese cambio, no habrá forma que la economía funcione sosteniblemente.