La crisis del COVID-19 tiene al Perú, y al mundo, sumidos en una terrible recesión económica y en una quizá peor incertidumbre sobre el futuro. Sabemos que rebotaremos de la fuerte contracción de este de año, pero también hay certeza de que será imposible regresar a la trayectoria pre COVID-19 sólo en base a la inercia. Luego del desplome del empleo, vemos serias debilidades en la posibilidad de generar empleo formal. Y además de ello se anticipan alarmantes retrocesos en los indicadores de pobreza, desigualdad y construcción de la clase media.
Ante una crisis de esta magnitud, surge sin duda la confusión respecto a que pasos dar a futuro. Y lamentablemente este desconcierto se hace más agudo cuando nuestra clase política se comporta como lo ha venido haciendo durante toda la pandemia. El aprovechamiento roñoso en favor de incrementar las ánforas de abril del 2021 con propuestas populistas en el Congreso no ha pasado desapercibido; y ahora, empezamos a ver el refuerzo de posiciones ideológicas preocupantes. Así, el tema de reformar la Constitución se coloca otra vez sobre la mesa, avivado por el plebiscito reciente en Chile. Y si esto fuera poco, a la recurrente visión antiminera que tanto daño le viene haciendo al Perú, se suma ahora una reforzada posición contraria a la agricultura moderna, cuestionándose sus logros, y planteándose en su lugar una “nueva reforma agraria”.
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En este escenario de incertidumbre, el ciudadano no debería quedarse inerme y sin reacción. Es cierto, no sabemos con exactitud cuando la economía retornará a la normalidad, pero lo que sí sabemos es que la pandemia pasará, y que el Perú tendrá que estar preparado para retomar el camino hacia la prosperidad que veníamos recorriendo. ¿Y cuál era esa ruta? Basta hacer el ejercicio de mirar dónde se encontraba el país hace treinta años y hasta donde habíamos avanzado hasta antes de la pandemia.
Constataremos que luego de varias décadas perdidas de nulo crecimiento, estatismo e hiperinflación, el Perú logró multiplicar por 2,5 su PBI per cápita en términos reales, y redujo la pobreza desde ratios encima del 60% a menos del 20%. ¿Y que estuvo detrás de este espectacular avance? Una Constitución con un capítulo económico que ha permitido la construcción de instituciones económicas básicas y el rol protagónico de la inversión privada, la única capaz de generar crecimiento y reducción de la pobreza de manera sostenida. Y revisando las actividades económicas que han abonado positivamente a nuestra productividad, destaca el papel de la minería y la agricultura moderna. Dos sectores que, paradójicamente, han sido satanizados con relativo éxito por visiones políticas caducas que quieren fortalecerse aun más en este clima de confusión.
La propaganda ideológica, con la complicidad silente de varios gobiernos, han intentado desprestigiar al sector minero a punto tal de paralizar desarrollos emblemáticos que hoy hubiesen mejorado sustancialmente las condiciones el país. Diferentes estudios coinciden en señalar que, gracias al efecto multiplicador de la minería, su aporte al crecimiento de las últimas dos décadas representa al menos un 20%. También se calcula que por cada empleo generado en la minería se multiplican por 4 en todo el mercado laboral. Resalta también su incidencia en la disminución de la pobreza que hoy sería 15 puntos más alta sin el crecimiento que tuvo el sector. Y similar estrategia de desprestigio parece haberse posado ahora sobre la agricultura moderna, que ha dado un salto enorme gracias a la presencia del sector privado. Durante los últimos diez años esta ha mostrado un crecimiento anual de 15%, multiplicando por más de 6 veces el área cosechada y trayendo un efecto multiplicador de casi el doble sobre el empleo nacional y sobre la disminución de la pobreza. Sin embargo, ahora se plantea una “nueva reforma agraria”.
Si el Perú desea enrumbarse hacia la prosperidad después de la pandemia, debe reencontrarse con la fórmula que nos sacó del marasmo de finales de los ochentas; la misma que se fundamenta en un marco institucional que da señales claras a la inversión privada como fuerza generadora de crecimiento y reducción de pobreza; instituciones que propugnan un mejor Estado y no solamente hacerlo crecer sin sentido. Y para cosechar un crecimiento rápido y vigoroso, debemos propulsar nuestra productividad de la mano de dos de sus principales motores: la minería y la agricultura moderna. Sus aportes y efectos multiplicadores a la economía son innegables.
Es más, en un contexto donde el sector externo se presenta relativamente favorable con precios atractivos para las materias primas, sería un suicidio económico que el próximo gobierno no los coloque como prioridades de agenda. La minería cuenta con una cartera de proyectos de corto plazo, que de plasmarse podría contribuir a que se duplique el PBI per cápita del país en quince años. Un soporte creciente se espera de la agricultura gracias a crecimientos proyectados de dos dígitos anuales. Pero para esto debemos evitar que triunfen las estrategias políticas que viven de satanizar todo lo que significa progreso.
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