No hay crisis más grande para el ser humano que la de ser confrontado con su propia mortalidad. Acostumbramos ignorar la muerte y, en esta época, incluso esperamos superarla. Solemos vivir, por ello, evadiendo el pulsante y vital presente, prefiriendo la (más segura) nostalgia del recuerdo, o la (más gozosa) fantasía del porvenir.
Con la tecnología digital, hemos alcanzado tal maestría en su evasión, que, al igual que el mítico Endimión —quien prefirió el sueño eterno a la muerte—, nosotros pretendemos también canjear la eternidad virtual por la muerte. Sin embargo, la pandemia ha hecho evidente que lo único que realmente importa es el presente. Y, en la plenitud de este, habitan tanto la vida como la muerte. La vida, en realidad, no es sino una preparación, un entrenamiento, un aprendizaje para saber morir bien.
Lección #1
El ser humano encuentra su destino en el difícil equilibrio entre la necesidad de la muerte —que lo acompaña inseparablemente como una sombra— y la posibilidad infinita a la que lo entrega la conciencia. Suspendido entre la materia y el espíritu, se encuentra uno, y es en la aceptación de la muerte —en la conciencia trágica, que Nietzsche decía que el hombre moderno había perdido— que se encuentra el verdadero ser.
Pero, en nuestra vertiginosa era digital, vivimos desenfrenadamente, embrujados por la inagotable posibilidad con la que nos seduce el mundo virtual, envueltos en un círculo de fantasmagorías que desfilan tan rápidas —una tras otra— que todo nos parece posible. Y entonces nos perdemos a nosotros mismos y empezamos a vivir —como ya lo anticipaba Kierkegaard hace dos siglos— como fantasmas.
Lección #2
“Apodérense de él tinieblas y densa oscuridad, pósese sobre él una nube, llénelo de terror la negrura del día” ordena el Dios del Antiguo Testamento para probar así la fe de Job.
En otros tiempos, esta pandemia habría sido un signo divino, un evento de dimensiones cósmicas —como el Diluvio Universal—, un llamado de atención a la existencia humana. Para nosotros, sin embargo, convencidos del omnipotente poder de la ciencia, es apenas un problema más, que ya superaremos del mismo modo que resolveremos nuestros problemas en la Tierra, por ejemplo, simplemente llegando a colonizar Marte y otros planetas.
No es de extrañar, entonces, que la pandemia nos llene de todos los sentimientos —ansiedad, impaciencia, depresión, ira—, y que no queramos otra cosa que volver a la normalidad, ni que no fijemos nuestra atención en lo que no sea la eliminación final del virus. Eso es natural y comprensible. No obstante, nuestra mentalidad científica eclipsa al fenómeno trascendental y convierte el signo en una mera interrupción, un problema pronto por resolverse.
Lección #3
Si la ciencia es el pensamiento de la normalidad, que (se) alimenta (en) nuestra fe en el progreso, entonces la filosofía es el pensamiento de la crisis, en la que se tambalea su sentido. Pero, a diferencia de la ciencia, que nos protege de lo desconocido “encuadrándolo en conocimiento”, la filosofía nos ayuda a reconocerlo como el misterio al centro de la vida.
Para ella, no se trata de entender nada. Como dice Ciro Alegría, la reflexión filosófica vale no por lo que nos permite entender, sino “por el sufrimiento que consigue retener lo vivo”. Ella nos enseña a contemplar lo incomprensible para así hacer vibrar la vida más allá de lo meramente mundano.
Lección #4
Vulnerables y estremecidos por un desastre existencial que demanda respuesta, nos resistimos al cambio y nos arrebata la desesperación. Nada nos parece más importante que esa idea obsesiva del “retorno a la normalidad”. Y no es que no lo sea, sino que enloquecemos al sospechar que, tal vez, haya que cambiar las cosas, porque, en realidad —lo sabemos en el fondo—, nunca podremos volver completamente a lo que fue.
Obligados a reconocer que nuestra fragilidad es lo único que tenemos seguro, se desatan fuerzas inconscientes en nosotros, que pueden provocar acciones y actitudes catastróficas.
Lección #5
Así, puede ocurrir un escándalo como el de las vacunas (que ha sucedido no solo en el Perú, sino en varias otras partes del mundo, Estados Unidos incluido), en el que el empoderamiento social, la ausencia de empatía y el miedo pueden llevarnos a traicionar todo aquello en lo que hemos creído.
Poseídos por la justa indignación como ciudadanos traicionados por la gente de quien dependemos, nos convertimos inmediatamente en justicieros y verdugos de los culpables, perdiendo de vista la oportunidad para discernir qué nos está diciendo este escándalo sobre nuestra cultura, en la que es tan fácil que irrumpan todas esas sombras.
¿Quién puede decir de cualquier otro miembro de esta sociedad que, en la misma situación, no habría también caído, por inercia, por contagio o por alguna velada corrupción no reconocida explícitamente?
Somos todos cómplices en la medida en que permitimos que esas cosas coexistan en nuestra comunidad y hasta el momento en que nos rehusamos a aceptar esas condiciones —y, más que nadie, en nosotros mismos—.
Aunque la vacuna logre derrotar al virus, la plaga es mucho más que un problema que resolveremos con nuestra ciencia. Es un signo.
Coda
Olvidamos siempre que la vida es hoy, siempre este presente fugaz, que dejamos escurrírsenos entre los dedos semiabiertos en nuestra distracción. Es parte de la tragedia humana el que pocas veces lleguemos a realmente apreciar lo que nos es más cercano, sino en el momento en que ya no lo tenemos.
Pero, si tan solo aprendiésemos de esta experiencia tan difícil que vivimos a quedarnos en el presente con plena conciencia de la realidad y su irreductible sufrimiento, navegaríamos más humildemente por su cauce y siempre encontraríamos un ancla en la realidad.
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