Una joven de 23 años se embarca, junto a su esposo, en un viaje de 28 días hacia París. Su boda ha sido el mismo día, a las 7 de la mañana, por lo que ni siquiera han tenido tiempo para cambiarse. Es 1949, y Francia es parada obligada para todo creador e intelectual. Faltan aún diez años para que ella publique su primer poemario, pero su talento ya es reconocido por el círculo de amigos y poetas del que formó parte desde que ingresó a San Marcos, a los 16 años. Estos amigos, que leen con el mismo entusiasmo poesía mística española, simbolismo francés y modernism británico, serán recordados con el tiempo como la Generación del 50. La joven —discreta, pero a la vez enérgica y decidida (ya en ese entonces escribía para la revista Las Moradas, dirigida por Emilio Adolfo Westphalen)— será recordada siempre por practicar una poesía radicalmente honesta, cuya “preocupación esencial es la indefensión y la soledad humana”, dice la poeta y amiga suya de los últimos años, Rossella di Paolo. Hablamos, por supuesto, de Blanca Varela. “A mí me encantaba que me contara sobre su viaje a París, su amistad con Simone de Beauvoir y Sartre, cómo conoció a Cortázar, en fin... todos los mitos que tiene uno sobre los escritores”, cuenta Giovana Pollarolo, una de las poetas que más frecuentó la casa de Varela desde la década de los ochenta. Varela conocería, en los cincuenta (viajaría nuevamente a París en 1953, luego de una primera separación de Fernando de Szyszlo) a los personajes del existencialismo, quienes afinarían su mirada crítica sobre la condición humana. Sin embargo, recordemos también la importante influencia que tuvieron en ella las tardes y las noches que pasaba, junto a Eielson, Sologuren, Szyszlo y Salazar Bondy, en las tertulias de la peña Pancho Fierro, donde los intelectuales peruanos de la época se congregaban alrededor de la figura de José María Arguedas y su esposa de entonces, Celia Bustamante. Fue Bustamante quien les invitaría a pasar el verano en su casa de playa de Puerto Supe, arrullados por el rumor de un mar que nunca abandonaría su poesía (“De este lado del mar la espuma es oscura. Huele a fiera me dice la pequeña amiga. El mar huele a vida y a muerte le respondo”, escribiría ya en 1993, luego de haber cruzado muchos mares). Es conocida la anécdota: como un homenaje a esos veranos y a Arguedas, con quien llegaría a formar una entrañable amistad, ella quiso nombrar a su primer poemario “Puerto Supe”. El poeta mexicano Octavio Paz, a quien Varela había conocido en aquel primer viaje a Francia, no aprobaba el nombre. “Pero ese puerto existe”, diría Blanca. El resto es historia. Sería en su primera estancia en Francia, ante la impresión de sentirse fuera de lugar en la gran metrópoli, que hurgaría sobre el lugar de su propia identidad en un primer borrador de “Puerto Supe”. Serían estas tensiones entre cosmopolitismo e identidad peruana las que nutrirían su poesía con su característica capacidad para cuestionarse por los grandes temas universales a partir de un análisis de su condición individual. Esto, claro está, implicaba cierta tendencia a la contemplación solitaria, que la había acompañado desde niña.
—Orígenes de un canto villano— En una de las contadas ocasiones en las que habló de su poesía, contó que su vocación se reveló desde muy joven. Sin embargo, no es, como cabría esperarse, la influencia de su madre Esmeralda González Castro (mejor conocida como Serafina Quinteras, humorista y cantante criolla) la que marcaría su inclinación. “Si había que hacer un soneto, lo hacía perfecto. Pero eso no es escribir”, decía Varela. “En casa era una especie de costumbre hacer versos”, explicaba diferenciando las rimas que hacía su madre de un uso del lenguaje que ella concebía como un ejercicio íntimo. “En mi caso todo comenzó desde muy niña, como un juego secreto y obsesivo. Recuerdo claramente que no me gustaba mucho lo que me rodeaba y que, al mismo tiempo, me gustaban demasiado las palabras, su sinsentido, su música”, escribió hace 15 años en este mismo suplemento. Fue jugando con el lenguaje, en el descubrimiento de un sentido posible en el sinsentido del juego, donde encontró su impulso poético. Y esto se evidencia en sus poemas: a lo largo de su creación varía del verso libre a la prosa poética, de poemas de largo aliento a textos de apenas cinco versos. Esta variación de la forma y la extensión es exigida por las palabras, las imágenes precisas con las que buscaba darle forma a lo que el poeta español Antonio Gamoneda llamó su “pensamiento poético”, sin que le preocupen el verso o el ritmo medido. “El poema tiene su propio ritmo”, sentenciaba, hablando del poema como quien habla de uno mismo.“Yo creo en la poesía como expresión y creación, no como asunto verbal ni juego de palabras. Soy muy feroz a veces, uso adjetivos que no son los que poéticamente tienen prestigio y no me importa, porque la necesidad del poema es mucho más importante que mi propia necesidad”. Así describe Varela su fidelidad radical a la creación, y probablemente sea esta concepción la que ha generado su particular estilo, al que Rossella di Paolo gusta llamar “poesía lunar”: “un lenguaje austero, despojado, pero cargado de asociaciones y resonancias que no se acaban. Sus poemas nacen y renacen en cada lectura, esa reverberación los hace casi inasibles, y por eso eternos. No se mueven en una sola definición, como cuando clavas una mariposa con un alfiler. Blanca deja a la mariposa volar. Cada año que leo sus poemas me resultan más jóvenes, parecieran no envejecer”. Son estas características las que han llevado a que, transitando temas universales, la poesía de Varela se articule como una propuesta siempre fresca y lacerante: como dice la académica Rocío Ferreira: “con un lenguaje preciso, directo, hermético e introspectivo con el que la poeta crea universos alternativos para hablar desde la memoria de temas universales de la poesía, como son el amor, la niñez, la vida, la muerte y la existencia, y de ese modo, convertir el mundo interior en uno exterior”. Recalquemos: Blanca Varela “habla desde la memoria”. Tomemos también en consideración de que estamos ante la creación de una escritora que (según han declarado en distintas oportunidades ella misma y quien fuera su esposo durante muchos años, Fernando de Szyszlo) hacía todo lo posible por no escribir. Entendamos entonces sus poemas como una necesidad radical, como un “deseo muy personal y único de poetizar la vida cotidiana del ser humano con todos sus avatares”, en palabras de Ferreira, y no nos sorprenderemos por esas constantes —aunque en ocasiones sinuosas— referencias a las poéticas populares presentes en su “Canto villano”, en sus “Valses y otras falsas confesiones”. “Leo el vals como una referencia materna concreta, una relación más tormentosa con la madre; y, por otro lado, también una visión crítica sobre la realidad, lo mismo con el canto ‘villano’. Hay un deseo de colocar la cultura popular con la alta cultura en un mismo espacio. Ironizar el lugar desde donde se escribe, aunque esa ironía sea cruel. Incluso esa impronta de saberse en ‘pobreza’ es como una revelación: y de pronto la vida/ en mi plato de pobre/ un magro trozo de celeste cerdo. Esos contrapuntos manifiestan una búsqueda y una poética que está reflexionando sobre la poesía y el acto de escritura en sí mismo, pero también hay una crítica social debajo”, reflexiona la poeta Victoria Guerrero. Si bien Rossella di Paolo tiene razón cuando afirma que Varela “cita estos valses (y la palabra cita me hace gracia, como cuando el torero cita al toro, no para acariciarlo, sino para clavarle cosas en el lomo) para darles la vuelta, para cuestionarlos, para ironizarlos. El melodrama y el facilismo de los valses es cuestionado constantemente”, estas citas no dejan de ser también un esfuerzo por reconciliarse con el mundo materno. Los valses de Varela son, como ha afirmado, un intento de “darle otro valor al vals” para integrar en ella una herencia de la que se alejó conscientemente, pero de la que no podía prescindir. Después de todo, y a pesar de la distancia marcada en sus proyectos artísticos, reconocía en el mundo de la música criolla un “ambiente en el que se empapó de la música y de la composición”, como señala Ferreira.
—Si me escucharas—En 1955 regresaría a Lima, luego de su segundo viaje por Europa, donde había conocido a Breton y había hecho amistado con Simone de Beauvoir. También reemprendería su relación con Szyszlo, y fruto de esta nacerían Vicente y Lorenzo. Entre ambos, en 1959, publicó en México “Ese puerto existe”, con la asistencia (y la insistencia) de Octavio Paz. “La escritura es un acto ferozmente íntimo, y parece que, si quiere entregarlo a las miradas ajenas, fuera con resistencia. Pienso que no es por inseguridad, si no por esa disposición de quien sabe que todo está perdido desde el inicio. Es una existencialista”, dice Di Paolo, ahondando en una característica que Paz y Vargas Llosa han señalado sobre Varela: su timidez para hablar de su propia poesía.Luego de aquel viaje a México llegaría a asentarse definitivamente en el Perú, aunque no abandonaría la costumbre de viajar. Varela viviría una vida discreta, dedicada diligentemente al trabajo: escribiría para las revistas Oiga y Amaru, y luego pasaría al Fondo de Cultura Económica. “Varela se hizo cargo de la conducción de la filial en 1974 y se retiraría en 1997. Fue ella quien ideó las colecciones Piedra de sol, Encuentros, y diversos títulos de Arguedas, Poma de Ayala, Mariátegui, Westphalen, Szyszlo y el Inca Garcilaso”, cuenta Gabriela Olivo, actual directora del FCE. En cuanto a su producción, muy espaciada por su forma de afrontar el hecho poético, esta era, sin embargo, constante, más allá de los 15 años de silencio entre la publicación de Canto villano (1978) y Ejercicios materiales (1993). Fue el 29 de febrero de 1996 cuando acaecería la tragedia que cambiaría definitivamente la vida de Blanca.
“Si me escucharas/ tú muerto y yo muerta de ti/ si me escucharas”, dice Varela en Concierto animal, poemario publicado en 1999, tres años después de la muerte de su hijo Lorenzo. “Blanca después de la muerte de Lorenzo nunca fue la misma. Se fue apagando.”, ha declarado Szyszlo. La poeta Ana María Gazzolo afirma que, tras ese hecho fatídico, ella se “encerró”. Poco después de la muerte de Lorenzo, Varela sufrió su primera trombosis a la carótida: un coágulo sanguíneo obstruía una vena cerebral, y sufriría de lo mismo pocos años después. Acercándose al final de su vida, publicó, como poderosos estertores, dos intensos poemarios en los que la palabra desnuda concentra una fuerza inusitada: “Concierto animal” y “El falso teclado” (2000). “Los últimos años ya no pudo hablar”, cuenta Rocío Silva Santisteban, quien sin embargo afirma que todavía podía leer, por ello le llevaba libros de poetas jóvenes.
Los reconocimientos a la trayectoria de Varela llegaron tardíamente. Recibió el 2001, en la plenitud de sus facultades, el Premio de Poesía y Ensayo Octavio Paz en México, acompañada de su hijo Vicente. Lamentablemente, había comenzado a ceder cuando el 2006 la condecoraron con el Premio Lorca; y, cuando en el 2007 la reconocieron con el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, Vicente señaló que ella había “dicho algunas palabras, pero lamentablemente no llegan a expresar ideas”. Sin embargo, si hemos de respetar la imagen que Varela se forjó en su poesía y en la memoria de quienes la conocieron, no hay que generar de esto una tragedia. Leerla no nos puede llevar sino a afirmar que poseía una plena consciencia del vacío que la salvó de ver la muerte como tragedia. “La muerte se escribe sola”, escribiría en “Concierto animal”, pero ella siempre tuvo la mano firme, escribiendo con valentía lo que debía escribirse, y aun también lo que no tenía que ser escrito.
—Sus voces llenan el mundo—“Tal vez ese sea su gran legado para nosotras, la idea de que las mujeres de este país podíamos nombrar a nuestros captores. Y al nombrarlos nos apropiamos de sus armas, desactivamos sus golpes, atenuamos su paso. Por eso cuando logramos algo, cuando hay un pequeño triunfo común, cuando creemos que hemos llegado a la liberación, conviene recordar este recordatorio: ‘digamos que ganaste la carrera y el premio era otra carrera’. Digamos, pues, que hemos ganado la carrera, digamos que seguimos en carrera”, así termina un homenaje que Gabriela Wiener escribió para este suplemento. La figura y la poesía de Varela, como el acontecimiento trascendental que fue en la poesía peruana, siguen inspirando a nuevas generaciones de poetas. Como ha dicho Rossella di Paolo: “En el Perú, gracias a Blanca Varela quedó abolido el prejuicio de que lo que escriben las mujeres es de segunda categoría. Todo gracias a ese rigor, esa dureza que tiene su poesía”. También cuenta que siempre admiró “esa actitud elegantemente insumisa, díscola ante las grandes verdades y pequeñas miserias”. Insiste en cómo el poema “Vals del Angelus” es capaz de darle la vuelta a la oración, al tema de la entrega mariana, deconstruyendo esa imagen de sacrificio querido. “Varela toma estos temas universales, y este mismo cuestionamiento abierto a la divinidad por la condición humana, y sin embargo, cuando se quiere citar en el Perú a un poeta ‘universal’, siempre se cita solo a Vallejo”. Pollarolo recuerda lo cercana que era con las poetas que se acercaban a ella: “Éramos vecinas; a veces me llamaba: ‘¿Qué estás haciendo? ¿No quieres venir a tomar una copa?’, y yo iba. Le encantaba conversar sobre ‘cosas de la vida, del amor y de las mujeres’. Era muy divertida, conversadora y generosa”. En una de las ocasiones en las que se animaba a hablar de poesía, le dijo a Pollarolo que “en los poemas que estaba escribiendo trataba de evitar los finales ‘efectistas’, esos que cerraban el poema con contundencia, como preparando el aplauso, algo así. Sentía que ese tipo de finales se había convencionalizado y eran lo que el lector esperaba: un buen remate. Desde entonces, cuando leo poesía, me fijo siempre en los finales; y a veces me parece escuchar la voz de Blanca”. Por esta ocasión, no seguiremos la recomendación y terminaremos con un final contundente: una reflexión suya que sin duda habrán de recordar todos aquellos que se aventuren a escribir poesía. “Comprendí y aprendí que la poesía es un trabajo de todos los días, y que no la elegimos, sino que nos elige; que no nos pertenece, sino que le pertenecemos; que no es otra cosa que la realidad y a la vez su única y legítima puerta de escape”.
HomenajeLa Casa de la Literatura Peruana (jr. Áncash 207, Centro Histórico de Lima) inaugurará este miércoles 10 de agosto, fecha en la que cumpliría 90 años, la exposición “Presentimiento de la luz. Vida y obra de Blanca Varela”, la cual propone un acercamiento al universo literario de la poeta mayor de nuestras letras. Con la ocasión de esta exposición, se ha publicado una edición no venal de “El falso teclado”, último poemario escrito por Varela y que hasta ahora no había sido publicado de manera autónoma, el cual se obsequiará a los visitantes de la muestra. El ingreso será libre.