1Pensamos que vivimos para ser felices, que la felicidad es, como decía Aristóteles, el propósito de la existencia humana. “Tanto el vulgo como las personas ilustradas”, escribía en su Ética a Nicómaco, “llaman al bien supremo felicidad, y según esta opinión común, vivir bien, obrar bien es sinónimo de ser dichoso”.
Pero es cierto que muchos difieren en qué “bien” nos conduce a la felicidad. Para Aristóteles la felicidad consiste en ser moralmente virtuoso; para los hedonistas y epicúreos, la constituye el placer; para los estoicos, la templanza ante los avatares del destino; para los budistas, consiste en el desapego y la liberación del deseo. Pero, en cualquier caso, todos parecemos estar de acuerdo en que el bien supremo de la existencia humana es la felicidad.
2En una escena de la película Nostalgia, del gran director ruso Andrei Tarkovsky, una mujer contemporánea de clase alta, incapaz de arrodillarse para rezar, le pide consejo a un sacerdote. “Su problema, señora —le responde el clérigo—, es que usted cree que la vida se trata de ser feliz, pero hay cosas más importantes que la felicidad.”
Según el Diccionario, la felicidad es el estado de ánimo que resulta de la satisfacción del deseo y el goce de lo bueno. Para Nietzsche, sin embargo, una cosa es la felicidad y otra la dicha. La dicha es efímera, pues resulta de nuestro bienestar, que depende a su vez de las circunstancias cambiantes y de la suerte. Pero la felicidad, en cambio, no es una condición pasajera, sino el ejercicio de una fuerza vital y un impulso de autoafirmación. Podemos estar contentos, pero eso no quiere decir que seamos felices o, como lo dice la sabiduría popular, el dinero no trae la felicidad y los ricos también lloran. Aunque es verdad que, para nosotros hoy, esta distinción entre la felicidad y la dicha se hace cada vez menos reconocible.
3Freud concibe al sujeto humano como una esfera de deseos y pulsiones que buscan su autoexpresión, y asocia la felicidad con la sensación de placer que se produce al descargar la tensión que produce el deseo cuando su objeto se repliega. En el desarrollo del niño, esos deseos y pulsiones tienen que negociarse con la realidad; esto le enseña al niño que no todos sus deseos pueden satisfacerse.
En ese encuentro entre el principio de placer, que rige al infante, y el principio de realidad, va conociendo sus deseos y los límites de su satisfacción. Aprende a discernir, así, la vitalidad que va mostrándose en su lucha con la realidad, con lo que descubre el sentido de su propia felicidad. Pero la felicidad como satisfacción de nuestros deseos, para Freud, no es estable sino un fenómeno episódico. La felicidad consiste en el esfuerzo y la acción permanentes por propiciar las condiciones en las que se encuentre el equilibrio entre las pulsiones y el mundo externo.
En nuestra época está siendo subvertida la tensión entre el principio de realidad y el principio de placer de la que resulta la maduración del individuo y el discernimiento de la búsqueda que le dará la felicidad en la vida. Y es que la realidad virtual nos ofrece posibilidades infinitas para satisfacer todos nuestros deseos. Basta un solo clic para obtener lo que se nos ocurra. No hay nada que podamos desear que no se pueda alcanzar, de una u otra manera, en el mundo virtual, que se convierte así en un Babel, sin ningún espacio para la reflexión, donde nos desconectamos de nuestro propio deseo y, por lo tanto, tampoco logramos descubrir en qué consiste nuestra propia felicidad. Más bien, la realidad virtual pareciera ocultarnos de nosotros mismos, bajo el aluvión del deseo.
Equipado con las nuevas tecnologías, nuestro deseo comienza a ser manipulado desde afuera, y nuestras nociones de felicidad se someten a los cálculos del mercado al que se ha entregado el mundo. Ignorantes e incapaces de saber en qué consiste la felicidad, estamos perdidos en un universo en el que no hay límites para nuestros deseos. El mundo virtual es una gran fábrica de ilusiones que nos hacen pensar que podemos vivir en circunstancias enteramente distintas, incluso contrarias, a las de la realidad.
Los hikikomori, en el Japón, aquellos adolescentes adictos al internet, que dejan de bañarse, de comer y beber hasta que literalmente colapsan, son un solo síntoma de la perversión del deseo en el mundo virtual. Se sacia una profunda hambre por mayor intensidad, más vida, mientras que se deja a un lado o se olvidan las necesidades de nuestra existencia física, nuestro cuerpo en el mundo material. Este fenómeno habla, quizás, de la eventual pérdida de la noción de felicidad en nuestra época.
4Pero como toda tecnología es lo que los griegos llamaban un Pharmakon, es decir, tanto un remedio como un veneno, y como es de las crisis que se aprende más, y más se puede cambiar, tal vez el supuesto exceso de satisfacción que pareciera hacernos inconscientes de nuestro verdadero deseo podría ser —por el contrario— el comienzo de un nuevo descubrimiento de dimensiones de la existencia que no se pueden entender a partir del deseo.
El vagabundo sentado en el parque, absorto en la pantalla de su celular, está soñando con una vida diferente a la que tiene. El universo que sueña en la pantalla, en lugar de lanzarlo al mundo para conquistarlo y hacerlo realidad, aparentemente lo captura, devorándolo en la ilusión. Pero, otra vez, quizás la cosa sea diferente y lo que presenciamos ahí no sea la alienación de una persona, sino la ampliación del ámbito de la experiencia humana, que puede terminar desdibujando todas las distinciones que hemos trazado en el mundo antes del advenimiento de lo digital.
Quizás es nuestro destino ahora, o nuestra misión —como la concibiera Ortega y Gasset—, descender de la claridad del intelecto, que ha ilustrado a la cultura occidental, a las sombras del deseo y la pasión sin mesura, para explorarlas en su inagotable e irreconocible fuente.
Lo que vemos como una pérdida y una confusión, entonces, puede simplemente ser el resultado de un internamiento en un nuevo espacio colectivo en el que podemos explorar nuestra sensibilidad desde una perspectiva nueva y transformadora. ¿No será acaso esta inmersión en la ilusión virtual, esta fiebre digital que ha contagiado al planeta, más bien una forma de comenzar a explorar partes de nuestro mundo interno al que antes no habíamos podido acceder? Nos encontraríamos, en ese caso, no en una sociedad que ha perdido la noción de la felicidad, sino que, al contrario, comienza a reorientarse y a concebir al ser humano en función de mundos y estructuras de la realidad más allá de la mera satisfacción del deseo, incluso extraños e indiferentes al deseo.
En un mundo atravesado por una virtualidad que pareciera transformar radicalmente lo que hasta ahora ha constituido nuestra realidad, necesitamos repensar, entre otras tantas cosas fundamentales en nuestra vida, la felicidad o el proceso mediante el cual aprendemos a moldear nuestro deseo, para comenzar a conocernos más profundamente a nosotros mismos.
¿Quién sabe si, al final, el sacerdote de Nostalgia tenga razón y haya, efectivamente, cosas más importantes que ser felices en esta vida?
Para ver:No dejes de disfrutar este video en Vimeo sobre el Día Internacional de la Felicidad.
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