El Santuario Histórico de Machupicchu ha enmudecido. Carmen Soto Vargas, la mujer que hablaba con aves y orquídeas, nos ha dejado. Una escolta de picaflores la guiará a un lugar mejor. Y una orquídea, la Brachionidium carmeniae luer, llevará su nombre para siempre. En su honor republicamos un perfil de esta bióloga que por corazón tenía un bosque. (Publicado originalmente en noviembre de 2019)
Hasta hace unos días cuando pensaba en animales admirables pensaba en aquellos físicamente imponentes, en los anatómicamente incuestionables, esos que representan un nivel superior de existencia. El tiburón, el tigre, un elefante. Jamás se me hubiera ocurrido pensar en un pajarito en esta categoría. (Menos en una flor). Hasta hace unos días.
Por mero acto de presencia me dispuse a participar en un recorrido para ver pajaritos, flores, y quizás dos osos, en la reserva natural que tiene Inkaterra en su hotel de Aguas Calientes. Los locales llaman Las Vegas cusqueño a Aguas Calientes, esa Babilonia andina con vía férrea donde impera la baratija al servicio del turista embobado con la perdida coherencia de Machu Picchu, ahora atribuida a ovnis.
Una mujer pequeñísima y gentil, con voz decididamente didáctica, empezó a hablar con contagioso cariño de la tierra que pisábamos. Era Carmen Soto, cusqueña y bióloga residente del lugar. Su dulce tono de voz no solo convocaba nuestra atención, sino también la de pequeños seres emplumados que cual parábola bíblica empezaban a arremolinarse a su alrededor. Podía ser una coincidencia. O un truco para turistas. Hasta que Carmen las empezó a llamar directamente diciendo pshhh pshhh pshhh. Y las aves le hacían caso. En cuestión de minutos no había nada más importante en este mundo que contemplar cómo masticaba una fruta la tangara de pecho gris o cómo el colibrí pechicastaño ejercía su territorialidad ahuyentando a colibrís manchados que se atrevieran a acercarse al néctar, o distinguir entre macho y hembra de la eufonia piquigruesa. Un microuniverso fascinante se revelaba en todo su esplendor autosuficiente.
Un sendero de helechos gigantes, como palmeras y nogales de verticalidad imponente, nos llevó luego a los predios de Kina y Pepe, los osos andinos que viven ahí en paz y refugio. Kina tenía once años. Seis desde que fuera rescatada de un circo en Arequipa. Pepe era un oso mayor, 32 años, de cejas blancas y la nariz cortada desde pequeño, abusado por sus hermanos. Los osos no sabían que había estresantes trenes cada quince minutos, ni más circos explotando animales. Solo prolijo cuidado hasta que pudieran volver a ser osos. Un macho tiene un área de influencia de 23 km². Son guardabosques naturales.
La visita terminaba con las orquídeas, una intoxicante sucesión de plantas fantásticas que en sus formas remedaban animales, objetos y hasta sexo en su imperativo afán polinizador: el cortejo entre el estambre y el pistilo aprendido en el colegio. Con una sonrisa y sin decir palabra, Carmen ofrecía una lupa. La maravilla reproductora quedaba magnificada en todo su derroche de hermosa lascivia.
Como la leyenda de Waqanki, la orquídea que llora. Se cuenta que la princesa Waqanki, separada de su amante guerrero se convierte en flor con forma de colibrí, de hojas que parecen alas y lágrimas a la vez. El amado, vuelto colibrí, la busca y besa, amparados por la privacidad calenturienta del bosque. Waqanki quiere decir ‘llorarás’ en quechua.
En apenas veinte minutos, la bióloga había compartido veinte años de experiencia y afecto en esas cinco hectáreas de bosque en Aguas Calientes. No lo quiso decir, pero entre las más de 370 especies de orquídeas que atesoraba la reserva había una que llevaba su nombre en su honor, la Brachionidium carmeniae luer. Una orquídea que crece sobre los 3.000 metros de altura y produce una flor de apenas 1.5 cm de diámetro. Una flor pequeña y única como doña Carmen.
Entré a ese bosque y ya no quiero salir de él. Especialmente ahora, a más de 1.200 kilómetros de distancia.