Owen chase fue el segundo capitán del essex, el barco que, en noviembre de 1820, fue atacado por un cachalote a 3.700 kilómetros de la costa sudamericana, en medio de la nada absoluta, quizá el lugar más lejano de cualquier punto de tierra que puede haber en el Pacífico. En el relato que escribió de la tragedia, “El desastre del Essex”, narra cómo él y un grupo de marinos, en oposición a las órdenes del capitán George Pollard, deciden ir en contra de los vientos alisios que los hubieran llevado a las islas Marquesas para buscar, en cambio, las costas de Chile o Perú, pues temían que los polinesios se los fueran —literalmente— a comer. La decisión fue desafortunada e irónica: luego de 90 días solo ocho de los 21 tripulantes lograron ser rescatados; Chase, uno de ellos. Pero no hubo redención. Sobrevivir implicó traspasar la gran frontera civilizatoria de la que temían ser víctimas y tuvieron que recurrir al canibalismo. Hasta que se retiró de los oficios de mar, casi 20 años después, Chase no paró de sufrir alucinaciones relacionadas a la hambruna y la fatalidad que había sufrido. Hacia el final de sus días, sus amigos notaron un comportamiento, a la luz de esta historia, comprensible: lo dominaba una irrefrenable inclinación por acumular comida en el sótano de su casa. Thomas Nickerson fue el miembro más joven de la tripulación del Essex; tenía apenas 14 años cuando la ballena impactó con el casco del navío pero 71 cuando, por fin, decidió publicar su versión del accidente. Su relato no ha sido traducido aún pero podría titularse “Bocetos inconexos de la bitácora de un marinero”, al parecer, un manuscrito hecho por encargo del escritor Leon Lewis, quien en su momento no pudo editarlo por problemas financieros. El original vagó hasta un ático donde, en 1960, fue descubierto, pero recién fue autenticado en 1984 por un historiador. Parte de su interés, además de tener una fuente con la cual contrastar la versión de Chase, es que por momentos funciona como una breve crónica sobre el Callao y otros puertos del Perú, obligados en la ruta de los balleneros norteamericanos. Nickerson no ahorra adjetivos al momento de describir a una población malvestida, a oficiales cobardes y a la facilidad con la que los españoles rindieron sus últimos bastiones. Pero, claro, no reside ahí el escándalo, sino en sus anotaciones finales, una vez ocurrida la fatalidad: “Luego de haber consumido el último pedazo de comida, el capitán con los tres sobrevivientes decidieron echar suertes. La fortuna no acompañó a un joven llamado Owen Coffin, que era primo del capitán Pollard, pero con gran entereza y resignación sonrió alegremente a su destino. El capitán quiso intercambiar su lugar con él, pero Coffin no le hizo el menor caso. Se colocó en posición firme y de inmediato fue baleado por Charles Ramsdell, quien se convirtió en su verdugo también por decisión del azar”. El capitán Pollard, como es evidente, la pasó mal. A su regreso debió enfrentar a la madre de Coffin para explicarle por qué él estaba vivo y el adolescente que dejó a su cargo, muerto. Como el arrebato de una ballena era totalmente inusual (un amante de la fiesta brava diría que la bestia desarrolló sentido), no se le encontró responsable legal del desastre y dos años después se le encomendó la nave Two Brothers… que encalló en el atolón French Frigate Shoals, al norte de Hawái, al poco de zarpar. No habrá otra oportunidad para él en los océanos, una sentencia difícil de asumir para un marino de 31 años. Había sobrevivido dos naufragios, por lo que mal se le podría llamar infortunado, pero el precio había sido enorme: alimentarse de su sobrino y consumir su reputación. La vejez lo revelará anónimo: puso una carnicería y luego se convirtió en guachimán. Cuando Melville lo fue a buscar a Nantucket para hacer un poco de trabajo de campo antes de “Moby Dick”, lo describió de esta forma: “Para los isleños era un don nadie. Para mí, el hombre más impresionante que jamás conocí, a pesar de no ser nada pretencioso e incluso humilde”. Herman Melville conoció tanto a Pollard como a Chase, aunque brevemente. Al primero lo fue a buscar consciente de su leyenda; con el segundo, en cambio, se topó casualmente cuando realizó una breve visita al navío Acushnet donde él era ayudante de cubierta. No pudo entrevistarse con el connotado capitán pues su bajo rango no se lo permitía. Escribió de él, sin embargo, las siguientes líneas: “Era un hombre grande y poderoso, bastante alto, para todo efecto aparentaba 45 años y poseía un bello rostro para ser yanqui, así como una expresión de gran rectitud y un calmo pero nada ostentoso coraje”. Con quien sí entabló contacto fue con su hijo, quien le facilitó un ejemplar del testimonio publicado por su padre años antes. Es en los márgenes de ese volumen, que por algún milagro para bibliófilos existe, de donde proceden los apuntes que Melville hizo sobre este grupo de infortunados cazadores de ballenas. Las últimas palabras que escribe dan cuenta de que Chase tampoco tuvo un final feliz: al poco de su visita Chase descubre que su esposa le es públicamente infiel y cae en una profunda depresión de la que, se supone, ya no se recuperaría. El destino para Melville no fue menos adverso: su obra maestra vendió apenas 500 ejemplares y la crítica tardó unos 60 años en entender sus méritos. Melville murió ignorado, como Pollard y Chase, y debió cargar un peso terrible en vida: el suicidio de uno de sus hijos (Malcolm) y la muerte prematura de otro (Stanwix). Aún no se sabe qué es lo que Ron Howard ha hecho con esta historia. Lo que sí se sabe es lo que hizo Nathaniel Philbrick, el maravilloso ensayo histórico “En el corazón del mar”, una fabulosa épica que acierta desde su presupuesto: donde termina “Moby Dick” empieza la verdadera desgracia de estas pobres gentes.
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