No fue el poeta más importante de los beats (trono que ocupa Allen Ginsberg), ni el más original (probablemente Philip Lamantia), ni el más exótico (Gregory Corso) ni el más espiritual (Gary Snyder), ni tampoco el mejor narrador (Jack Kerouac). Y, sin embargo, sin él, la generación beat apenas habría sido una sombra de lo que fue, y San Francisco no hubiera tenido el atrevimiento de contrapesar a Nueva York como centro cultural norteamericano por algunas décadas. Porque en algo Ferlinghetti sí era el mejor: fue el más industrioso.
Su biografía parece la unión de varias vidas reunidas. Era neoyorquino, hijo de migrantes italianos, pero fue en París donde conoció a Kenneth Rexroth, quien lo convenció de ir a California, pues adivinaba unas dinámicas y movimientos que luego se conocerían como el Renacimiento de San Francisco. Pero, entonces, a mediados de los cuarenta, ya era un hombre: como marine, había participado en el desembarco de Normandía y, como académico, tenía un máster en Literatura inglesa por Columbia (y buscaba el doctorado en La Sorbona).
Ya en San Francisco, tuvo un doble acto magnífico: fundó la librería City Lights con el propósito de financiar un sello editorial independiente del mismo nombre, concentrado exclusivamente en arte, poesía y política progresista. City Lights pronto se convirtió en el epicentro de la movida cultural de la Costa Oeste y, actualmente, es la única librería que puede rivalizar con Strand dentro de las icónicas de Estados Unidos. El sello homónimo, en su colección Pocket Poets, tiene hasta hoy uno de los catálogos más notables de la lírica del siglo XX en cualquier idioma, e incluye, además de las obras maestras de los beats, los versos de Marie Ponsot, Denise Levertov, William Carlos Williams, Robert Duncan, Jerome Rothenberg, Frank O’Hara, así como traducciones de Prévert, Parra, Pasolini y Cardenal, entre otros.
Pero hubo un punto de inflexión: la publicación de Aullido de Allen Ginsberg en 1956. Ningún libro de posguerra refleja mejor el espíritu de su tiempo, uno que invoca y que, a la vez, inaugura lo que hoy entendemos por contracultura: una mezcla ideológica —móvil, maleable— de anticapitalismo y anarcoliberalismo, de pacifismo y sexualidad abierta, de hedonismo y exploración lisérgica, cóctel del que bebieron varias de las tendencias que vinieron después: los hippies, el new age, el orientalismo y otras yerbas. El poemario fue objeto de un fallido caso judicial por “obscenidad”, lo que permitió crear jurisprudencia a favor del uso de la Primera Enmienda contra libros censurados o prohibidos. A la fecha, Aullido ha vendido más de un millón de copias (y su mejor traducción al español es, por mucho, la de Rodrigo Olavarría).
La contribución de Ferlinghetti también es poética: Un Coney Island de la mente (que reclama mejor traducción) es un libro mayor construido a partir de una idea: la capacidad del ritmo y la imaginación asociativa para abrir las puertas del inconsciente, y ponerlo a disposición de una mirada que todo lo abarca con delirio y ternura. Por ejemplo, “… veo de nuevo a esas miríadas de mañanas amanecer/ cuando todo lo que está vivo/ proyecta su sombra en la eternidad/ y durante todo el día la luz/ como una madrugada temprana/ ensombrece con su sombra afilada / un paraíso/ con el que apenas pude soñar/ y del que desconocí lo suficiente para pensar/ nada en particular de este día hirsuto/ con sus cuervos burlones/ que se alzan sobre árboles secos/ y graznan y lloran/ y cuestionan cada cosa, cada primavera”.
Paz a sus huesos.
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