1.
La hija oscura es una película misteriosa. Maggie Gyllenhaal, ahora como directora, explora con calma y método las complejidades de la feminidad en distintos momentos y roles: como niña, pareja, amante, madre, profesional y, finalmente, al construir una forma de la adultez que podríamos denominar plenitud en declive, en la que el desapego parece impedir que las facetas anteriores cuajen en una humanidad reconocible. El mérito de esto último es también de una estupenda Olivia Colman, quien personifica a Leda Caruso, una profesora de literatura comparada con una relación conflictuada consigo misma, sus hijas y su pasado emocional.
Para construirla, Gyllenhaal se vale de algunos recursos narrativos: la soledad de la protagonista se contrapone a la exuberancia y sensualidad de una familia, digamos, racializada, con la que la protagonista comparte vacaciones en Grecia. Un incidente (una niña se pierde, Leda la encuentra; a cambio decide quedarse con su muñeca) permite que la trama realice saltos temporales que dibujan los contornos de una personalidad que, si bien ha logrado independizarse de ciertos mandatos patriarcales, vive con una mezcla de culpa y gusto su conquista sobre la maternidad tradicional. El resultado es un comportamiento errático, entre tímido y abierto, entre solidario e indolente, que vagabundea por los exteriores de las islas con la misma melancolía que recorre los interiores de una psiquis inquieta. En cualquiera de los paseos puede haber belleza o sorpresa, símbolo o pasmo.
La directora ha acertado: en un punto al espectador le interesa menos aquello que la película pueda tener de thriller psicológico y entiende que estamos ante un estudio sobre un personaje; en cuya latencia se encuentran algunas pistas de lo que implica ser una mujer que nació en el siglo XX pero que se desarrolló en el XXI. Elena Ferrante, sea quien fuere la autora del libro que inspira esta película, debe estar complacida.
2.
El poder el perro es una contraparte adecuada: Jane Campion interviene el género del western para presentar una coboyada peculiar. Algunos elementos del género se mantienen: el peso del desierto y las montañas sobre la conducta de los personajes; la construcción del lejano oeste norteamericano como un espacio utópico pero feroz; la modelación de una masculinidad construida sobre una mezcla de estoicismo con vitalismo naturalista; la ética trascendentalista, en la que hombre y paisaje son uno solo; la idea de que la sociedad corrompe el alma pura del individuo. Otros se modifican: después de Brokeback Mountain la homoerotización del vaquero es un camino a considerar; las adversidades no están construidas sobre un enemigo exterior (indios, mexicanos), sino a través de una dinámica doméstica trastocada; el protagonista principal es también un ex alumno de Yale, Phil Burbank, interpretado de manera brillante por Benedict Cumberbatch.
Al igual que con Gyllenhaal, con este largometraje el desarrollo argumental tampoco invita al aplauso. En cambio, el embelesamiento de la directora con la aridez, la significación visual del desierto, la construcción de la mansión como faro civilizatorio sobre un horizonte que lo supera y amenaza, invitan a un deleite que exige una mirada reposada y un estómago sólido. La neozelandesa es capaz de ser lírica cuando es cruel y esa es una virtud artística de primer orden, reservada para pocos dotados.