Lechero no es solamente una adjetivo para referirse a aquello que contiene leche o sus propiedades. En el Perú es calificativo celebratorio, no pocas veces amenazado por la envidia, para nombrar a aquel beneficiado por las bondades de la buena fortuna. Usualmente tanto la admiración como el celo se combinan en una expresión agridulce que suena a diario entre nosotros: lechero de mierda.
No existe sustento definido que explique satisfactoriamente la vinculación semántica entre lo lácteo y la buena suerte. Una lectura superficial podría remitir a las agradecidas referencias a la leche materna, al ser el amamantamiento un nexo insustituible y generador de confianza y empatía. Un antídoto natural contra la crianza de canallas en serie. Sobre la base de ese concepto, lechero sería una persona emocionalmente sana y, por ello, sujeto de la acción de la bienaventuranza, tal como las manzanas lo son a la Ley de la Gravedad.
Hay otra lectura menos inocua de cuál sería el verdadero nexo entre la leche y el destino favorable. Tiene que ver con el noble oficio del lechero, anacronismo al borde de la extinción laboral gracias a las vitrinas en frío de los supermercados y la oferta industrial de productos lácteos industrializados sucedáneos del jugo de la vaca. Estas, con las tetas enchufadas a un extractor eléctrico que opera sobre la base de porcentajes rentables de nutrientes, deben añorar con un suspiro herbívoro el tibio tacto humano en sus ubres.
El lechero ejercía sus labores muy temprano en las mañanas, cuando el varón —proveedor histórico del hogar por antonomasia— descansaba merecidamente en un sueño profundo. Era entonces su esposa, esa santa mujer, quien le abría la puerta al lechero.
El morbo urbano quiso entender o proyectar que esa ama de casa le abría algo más al trabajador mañanero: “hijo de lechero” es una expresión que se utiliza en Centroamérica para referirse a aquellos niños que no guardan parecido alguno con su progenitor formal.
Así nació el mito del lechero como amante bandido, con un amor clandestino ahí donde hubiese un desayuno por hacer, una esposa desatendida y un marido roncando. Un suertudo cuyo trabajo le permitía combinar eficientemente placer y negocios, esa pregunta existencial que hacen en los aeropuertos.
Lo que resulta curioso es que mientras en Sudamérica lo lácteo está vinculado a un resultado favorable del azar, en España, de donde nos llegó el idioma entre cruces y espadas, la leche tiene una presencia repetida en invectivas e interjecciones procaces. Una de las más comunes y tensas es la clásica “me cago en la leche”. Su connotación es terrible. Ya lo es con solo pensar en lo desafortunado que resulta aliviar los intestinos en tan noble alimento. Pero todo empeora cuando se proyecta la continuación lógica del enunciado, que no es otro sino “me zurro en la leche que te han dado”. Una mentada de madre barroca e ibérica que tiene como blanco el sagrado néctar materno.
Sería una buena noticia si es que la crisis de las leches que no son leches propiciaran el retorno del oficio del lechero. Los niños y sus huesos se beneficiarían con la ingesta diaria de leche real, rica en calcio. Las amas de casa recobrarían bríos matinales. Y sus maridos posiblemente empezarían a despertarse más temprano.