Una de las grandes enseñanzas del laicismo francés fue entender que religión y Estado podían convivir una vez separados en sus respectivos ámbitos. Por un lado, en los colegios públicos no hay cruces y el culto no es una materia obligatoria; por otro, los católicos practicantes o quienes así lo deseen reconocer pagan tributos voluntariamente, cada año, en su declaración de impuestos. El Estado no fuerza a contribuir y rechaza cualquier posible intromisión clerical en la ciencia, la pedagogía y el pensamiento libre, pero a la vez reconoce su rol pasado como religión oficial y su presente como salvaguarda espiritual de más o menos la mitad de los ciudadanos. Las catedrales, así, no son solo atracciones turísticas, sino que constituyen reliquias vivas que muestran siglos de continuidad cultural. Dicho de otra forma, dan sentido. Por ello, el incendio que ha devastado Notre Dame es una catástrofe para el arte, la cultura, la arquitectura, el paisaje y la fe.
Dicho esto, la idea de la eternidad material es dudosa. Todo, antes o después, se derrumbará. La ficción especulativa ha hecho su parte al respecto: según el documental Life after people en el supuesto de que se extinga la vida humana en la Tierra bastarían 200 años para que colapsen casi todas las grandes estructuras, como la Torre Eiffel o el Empire State (tu casa, ciertamente, se perderá antes). El ser humano evita la degradación a través de una acción siempre subestimada: el mantenimiento, la refacción. La misma Notre Dame es y será varias catedrales en una en virtud de sus múltiples restauraciones.
La hazaña del hombre consiste en hacer creer que la basílica del Sagrado Corazón, el Duomo de Milán, el monasterio de los Jerónimos o el templo expiatorio de la Sagrada Familia estarán siempre ahí. Y sin ir tan lejos: las catedrales de Lima y Cusco, el monasterio de Santa Catalina o la iglesia de San Pedro de Andahuaylillas. La verdad es que se derrumbarán. La alerta local ya la tuvimos: el incendio que devastó la iglesia de San Sebastián en 2016. La reconstrucción se lleva a cabo y se espera que esté lista en 2021, pero será para entonces otro templo. De eso trata un poco la vida: de volver a levantar lo caído. Que suene a autoayuda no debería avergonzarnos.
Pararse ante un monumento puede tener varios efectos, algunos de recogimiento, otros de contrición. A algunos puede producir parálisis (como el síndrome de Stendhal), a otros les permitirá acercarse a eso que Kant definía como lo sublime. La mayoría de estos efectos son terapéuticos y pueden incluso revolucionar. Al respecto, Juan Gonzalo Rose dejó en su clásico poema una paradoja extrema y por lo general malentendida: “Machu Picchu, dos veces/ me senté en tu ladera/ para mirar mi vida./ Para mirar mi vida/ y no por contemplarte,/ porque necesitamos/ menos belleza, Padre,/ y más sabiduría”.
¿Por qué la oposición entre belleza y sabiduría, entre hombre y santuario? Quizás el poeta pensaba en que esa dialéctica solo se podía resolver en el fuero interno (“mi vida”) o quizás desdeñaba el acercamiento a la ruina desde la superficialidad de la visita (“y no para contemplarte”). El acto poético implica renunciar a una interpretación única. Mirar una catedral también. Quizás, de una forma secreta, sean lo mismo.
Contenido Sugerido
Contenido GEC