En setiembre de 1848 en Estados Unidos, Phineas P. Gage, un hombre tranquilo y sensato, trabajaba como eficiente obrero de construcción en la colocación de rieles para extender el servicio de trenes. El trabajo era peligroso porque para nivelar el terreno era preciso volar con dinamita las grandes rocas de las que estaba cubierto. Un día, en plena preparación de la carga explosiva, Gage se distrajo un instante y la dinamita le estalló en el rostro. Una barra de fierro de seis kilogramos de peso, más de un metro de largo y tres centímetros de diámetro le traspasó la base del cráneo, atravesó la zona frontal del cerebro y le destrozó la parte superior de la cabeza. Increíblemente, Gage no solo sobrevivió, sino que pudo caminar y mantenerse en sus cabales de inmediato. Poco después fue dado de alta en óptimas condiciones físicas e intelectuales. Sin embargo, su conducta se volvió impredecible, irrespetuosa, grosera y carente de empatía con las demás personas. El problema no estaba en sus aptitudes físicas ni en su destreza, sino en su nueva personalidad.
En su libro titulado El error de Descartes (1994), el gran neurocientífico portugués Antonio Damasio (1944) parte del análisis de este célebre caso que reveló por primera vez que un daño cerebral podía afectar profunda e irreversiblemente la capacidad de un ser humano para tomar decisiones y actuar con idoneidad moral. La facultad racional de Phineas Gage estaba aparentemente intacta: tenía amplios conocimientos, atención, memoria, un lenguaje impecable y correctas aptitudes lógicas. No obstante, algo explicaba sus desatinos y extravíos: una notoria dificultad para experimentar sentimientos. Luego de estudiar este y otros casos similares, Damasio llegó a la conclusión de que la razón no es ni puede ser tan “clara y distinta” como querían Descartes y toda la tradición racionalista que adoptó, de un modo u otro, su punto de vista. Por el contrario, Damasio constató que “emociones y sentimientos quizás no son para nada intrusos en el bastión racional: que acaso estén enmarañados en sus redes para mal y para bien” y que “las estrategias racionales del ser humano no se habrían desarrollado sin los mecanismos de regulación biológica, de los que son destacada expresión las emociones y los sentimientos”.
Damasio sugiere que la razón humana no depende de un centro único. Desde las capas corticales prefrontales hasta el hipotálamo y el tallo cerebral, diversos centros cerebrales están involucrados en la actividad de la razón. Incluso los niveles inferiores del edificio neural regulan no solo el procesamiento de las emociones y los sentimientos, sino los aspectos más sofisticados de la razón (la toma de decisiones, la creatividad y la conducta social). Emoción, sentimiento y regulación biológica juegan, entonces, un papel en la razón humana. ¿Significa eso que ya no tiene sentido hablar de responsabilidad moral? No. Según Damasio, “el edificio de la ética no colapsa, la moral no es amenazada y, en el individuo normal, la voluntad sigue siendo la voluntad. Lo que puede cambiar es nuestra visión del rol que ha tenido la biología en el origen de ciertos principios éticos surgidos en un determinado contexto social, cuando muchos individuos que poseen disposiciones biológicas similares interactúan en circunstancias específicas”.