Los lobos y Caperucita
Caperucita se miró en el espejo. «Llegó la hora», se dice satisfecha, mientras se coloca la caperuza hecha de látex escarlata que le combina con el ceñido traje negro. Sobre el tocador, un látigo, un par de esposas y otros utensilios que coloca en una cesta de fantasía, de cuero negro. Mira su reloj, toma las llaves del auto y la cesta, apaga la luz y sale.
Le decían Caperucita desde que tenía uso de razón. Su madre amaba incontrolablemente el cuento y no tuvo mejor idea que disfrazar a su pequeña hija recién nacida de Caperucita Roja, y repetir el disfraz cada año hasta que la nena alcanzó los quince. Para entonces, esta Caperucita ya había conocido a varios lobos feroces.
Con el primero se topó a los seis años. Se llamaba don Francisco y vivía con su mujer y un perro muy viejito y enfermizo en una casa de tres pisos en la esquina de la cuadra donde vivían Caperucita y su madre. Una tarde, la madre hizo, por encargo, una rica torta de calabaza. Le puso a la niña su caperuza roja y juntas partieron rumbo a la casa de ese primer lobo. La madre, torta en mano, lo saludó efusiva y le pidió que cuidara a la nena mientras ella subía hasta la cocina, que se encontraba en el tercer piso, para dejar la torta cortada en trozos iguales en el refrigerador. El primer lobo, sonriente, le pidió que por favor le llevase un café con un trozo de la torta a su mujer, que estaba en cama algo enferma. «Asegúrese que lo coma y que se tome el café; a mí ya no quiere hacerme caso», le dijo. La madre le pidió a la nena que obedeciera a don Francisco en todo, que se portara bien, mientras ella subía a cumplir con su trabajo.
Caperucita sintió calor y se quitó la caperuza. El primer lobo se acercó y le acarició la oscura cabellera. La tomó de la mano y la condujo por un pasillo hasta una habitación pequeña donde había un mueble desvencijado y ancho frente a un televisor encendido, sin volumen. Cerró la puerta, echó llave, se bajó los pantalones, se sentó en el mueble, acomodó a la nena a su lado y le dijo que ahora la dejaría jugar con su muñequito de piel, que podía acariciarlo, besarlo, morderlo. Caperucita no sabía qué hacer. Inmóvil, no dejaba de mirarlo fijamente, hasta que el Lobo Primero puso su enorme mano derecha sobre la cabeza de Caperucita y la obligó a jugar, mientras que su mano izquierda se dedicaba a explorar la humanidad de la nena.
Cuando la madre bajó, su hija estaba sentada mirando a la calle por una ventana. Don Francisco limpiaba con un trapo sucio un jarrón de bronce. «Qué bien se porta Caperucita, comadre», le dijo con una sonrisa enorme. «Sí, compadre. Es un ángel. Dios me bendijo con ella». «Cuando necesite que se la cuide, déjela nomás con confianza, así le da vida a esta casa». «Gracias, compadre, le tomo la palabra. Justo en los próximos días me toca ir a trabajar requete lejos».
Con este primer lobo, la historia duró hasta los diez años. Una tarde, mientras don Francisco cuidaba a Caperucita sucedió algo extraño: salió corriendo de la casa con el pantalón lleno de sangre rumbo al hospital. Dicen que su perro viejo y enfermizo lo atacó de improviso. Pero Caperucita recuerda que aquella tarde fue la primera vez que probó carne humana.
El segundo lobo apareció cuando ella cumplió trece años. Su carácter reservado y la aparición de la bulimia llevaron a la madre de Caperucita a buscar ayuda en el psicólogo del colegio, el padre Oswaldo. Este lobo, preocupado por la salud de la niña, le propuso a la madre atenderla en su consultorio privado. Para lograr resultados reales era necesario que Caperucita acudiera sola. «Los jóvenes no desean hablar delante de los adultos», le dijo el segundo lobo a la madre desesperada. «Haga usted lo que sea necesario, padre. Mire que está cada vez más delgada, y ahora se le ha dado por abrirse heridas en los brazos y las piernas, y no quiere decirme qué le pasa».
El Lobo Segundo, comenzó las terapias. Una tarde, después de una semana de terapia, le pidió a Caperucita que se echara en el diván. Le trajo un vaso con agua y una pastilla diminuta. Le dijo que le haría una relajación profunda y, para eso, la pastilla ayudaría. Caperucita se durmió. Cuando despertó estaba semidesnuda, su ropa en el suelo, y el Lobo Segundo, dormido, sin ropa, a un lado del sillón. Caperucita, aún mareada, se vistió en silencio, recogió sus cosas, quitó el seguro de la puerta y se quedó inmóvil, mirando al Lobo Segundo, desparramado sobre el diván. Encima del escritorio, un abrecartas en forma de puñal antiguo atrapó su atención. Con cuidado cerró la puerta, tomó el abrecartas y sin pausa lo clavó varias veces en el vientre del Lobo Segundo, que ahora chillaba de dolor.
Aquella tarde, Caperucita regresó a casa con rastros de sangre en la cara. El Lobo Segundo llamó al celular de la madre y le explicó que la niña sufría de alucinaciones e intentó atacarlo y que por ahora él prefería dejar la terapia en manos de algún otro especialista. Recomendaba internamiento de inmediato.
Mientras conduce, Caperucita recuerda a su último lobo: su jefe en una tienda por departamentos. Ella tenía diecisiete años. Pero la suerte de ese lobo fue distinta a la del padre Oswaldo. No se sabe adónde se fue. Abandonó el país después de quedar castrado tras un extraño accidente al salir de una fiesta. Esa noche, Caperucita fue la última que lo vio.
Caperucita llega a su destino. Reconoce el lugar y estaciona a la vuelta, en una calle poco iluminada. Se coloca un antifaz, se acomoda la caperuza, toma la cesta negra y camina rumbo al edificio donde un cliente la espera para cumplir una fantasía sexual. Hace cinco años que trabaja atendiendo fantasías de diversa índole. Solo se viste de Caperucita cuando de cazar lobos se trata. Ya se acerca a la entrada del edificio. Este será su último cliente. No tiene que tocar ningún timbre, las puertas estarán sin seguro. Ese fue el acuerdo. El cliente exige la mayor discreción. Empuja la puerta. El hombre se llama Oswaldo, es psicólogo, fue sacerdote y esta noche, inevitablemente, una parte de su cuerpo será el merecido alimento de Caperucita.