Paco Miró Quesada Cantuarias, mi sodalis, cumple cien años de vida. ¡Qué maravilla! No es del filósofo mundialmente reconocido sino del ser humano y del periodista de quien deseo referirme en esta ocasión tan señalada y grata. De un modo paralelo a su actividad docente en la universidad y, al igual que su padre, don Óscar Miró Quesada de la Guerra, el inolvidable Racso, su hijo Francisco, desde muy joven, volcó su conocimiento humanista en el periódico familiar, El Comercio, haciendo difusión cultural y llegando así a un público mucho más amplio que pudo tomar contacto con temas filosóficos, legales, históricos, sociológicos, etc., que de otra manera jamás hubiera conocido.
Paco, como le llamamos sus amigos con cariño y admiración, nació en un hogar de periodistas. Su abuelo, José Antonio Miró Quesada, su padre, sus hijos y nietos también lo son, como lo fueron varios de sus primos. Esta circunstancia influyó, obviamente, en su temprana vocación de periodista cultural. Para Paco el periodismo es vocación, tradición y voluntad de servicio, cumpliendo el precepto bíblico: “Enseñar al que no sabe”. Su andadura en esta faceta de múltiple quehacer comenzó en 1936 y ha continuado hasta el presente. Más de ochenta años en la redacción de El Comercio y El Dominical, así como miles de artículos, dan fe de ello.
En este aspecto Paco tiene notable similitud con otro gran nombre de la filosofía: José Ortega y Gasset (1883-1955), quien solía comentar que había nacido sobre la rotativa de El Imparcial, el influyente diario madrileño que era propiedad de su familia. En más de una oportunidad, el notable filósofo español diría: “Es posible que yo no sea otra cosa sino un periodista”. Sabía perfectamente cuánto representa y vale el periodismo como medio de comunicación. Miró Quesada admira a Ortega y Gasset, y por ello uno de sus libros está dedicado a él bajo el título de Razón e historia en Ortega y Gasset.
En el quehacer periodístico Paco ha dado reiteradas muestras de una de sus mayores virtudes: la generosidad. Muchos jóvenes —yo entre ellos—, en los años cincuenta del pasado siglo, tuvimos la oportunidad de publicar nuestros primeros artículos en El Dominical, que él había fundado, siguiendo además sus acertados consejos. Con el correr del tiempo, algunos hicimos compatibles nuestras profesiones con el periodismo y no lo hemos abandonado. Otros tuvieron en este suplemento una suerte de catapulta que los lanzó a muy altos destinos de nuestras letras. Por eso, la gratitud y el cariño al amigo que nos brindó esa oportunidad son grandes y perennes.
A lo largo de sesenta años, he tenido la fortuna de compartir muchos y variados momentos con Paco Miró Quesada, que fue un referente intelectual y ético en mi juventud. Colaboré con él en su intensa y fecunda labor en el Ministerio de Educación, en las agitadas y largas jornadas políticas en el plenario de Acción Popular que, muchas veces, terminaban en la madrugada; bajo su dirección imprimimos la doctrina de Acción Popular que él escribió con la lucidez y el talento que le son característicos. Con él trabajé en El Dominical donde, propios y extraños, apreciábamos su erudición, entusiasmo y cordialidad, arropados por un espíritu lúdico incomparable.
Más tarde llegaron los días nefastos de la confiscación de los diarios que Paco y los suyos soportaron con hidalgo señorío. Luego vendrían nuevos momentos de tensión política y, en esas circunstancias, Paco influyó decisivamente para que el gobierno del general Francisco Morales Bermúdez me nombrara director de El Comercio, con la firme aquiescencia de sus primos Aurelio y Alejandro, pudiendo así evitar que al momento de la transición, entre 1979 y 1980, El Comercio fuera saboteado e incluso destruido por los comunistas. De ese modo al triunfar rotundamente Fernando Belaunde Terry en las elecciones de 1980 pudo entregar el diario decano a sus propietarios al mismo tiempo que retornaba la democracia en nuestro país.
Se agolpan en mi memoria infinidad de imágenes de tantas y tantas jornadas que he tenido el privilegio de compartir con Paco. Por eso, puedo decir que soy testigo cercanísimo de su hombría de bien, de su gentileza, de su sentido del honor y del humor, de su bondad sincera y sobria y de tantas otras cosas más que se guardan en lugar privilegiado del corazón. ¡Feliz centenario, queridísimo sodalis!