Dos premisas relacionadas con los ideales democráticos. Primero, las sociedades democráticas se constituyen alrededor de un principio moral fundamental: la dignidad igual e irrestricta de todos los ciudadanos. Así se diferencian de las sociedades medievales europeas, las monarquías, las culturas precoloniales americanas, entre otras, en las que existían súbditos y jerarquías naturales que afirmaban el mayor valor de algunas personas: reyes, nobles, aristócratas, etc. Ciertamente, no hemos extirpado del todo dichos esquemas. Pero, si tomamos la democracia en serio, nadie posee más dignidad que otro.
Segundo, las normas y decisiones que afectan a la sociedad están sujetas a su escrutinio. Si se trata de asuntos de interés común, las prioridades deben considerarse cuestiones públicas y no obedecer a caprichos de poderosos de turno. El escándalo de las “vacunas vip” evidencia que burócratas, tecnócratas y plutócratas se arrogaron el privilegio de decidir quiénes merecían primero las dosis. El resultado lo conocemos: concluyeron que ellos mismos.
Primero, póngase la mascarilla
De las dos premisas anteriores no se deduce que sea inmoral establecer prioridades en una democracia, sino que estas deben coincidir con el bien colectivo, no el individual. La preferencia, sobre todo si es fruto de una amplia deliberación, no viola la igualdad fundamental. Por ejemplo, en los aviones, suele indicarse que, en caso de despresurización, los padres se coloquen su propia mascarilla antes de asistir a sus niños. ¿Significa que su vida vale más? No. Más bien, en aras de salvaguardar a los menores, se recomienda que los adultos aseguren su oxígeno, pues así podrán auxiliarlos apropiadamente.
Algo semejante ocurre cuando aceptamos que el personal sanitario se vacune primero. Para cuidarnos adecuadamente, requieren estar bien protegidos. De forma eventual, también se podría justificar la preferencia por otras personas, por ejemplo, funcionarios que cumplen dos condiciones: desarrollan una función fundamental —como organizar el sistema sanitario— y exponen su salud —desplazándose entre poblaciones con altas tasas de contagio, por ejemplo—. No se ajusta a estas condiciones un funcionario promedio que despacha desde una oficina o su domicilio.
Para justificar por qué sería la última en vacunarse, la exministra de Salud citó la célebre imagen del capitán como el último en abandonar el barco, mas la arenga no aplica. El oficial al mando se queda hasta el final no por un afán heroico, sino por una ventaja práctica: así puede organizar mejor la evacuación. Sin embargo, si el barco fuese infectado por un virus, convendría, más bien, que el capitán sea de los primeros en vacunarse porque, al estar sano y lúcido, protege mejor a su tripulación.
De modo semejante, algunas de nuestras autoridades —muy pocas, a mi juicio— hubieran podido defender abiertamente la necesidad de estar ellas en los turnos iniciales. Pero prefirieron el secretismo. Imaginemos un escenario distinto: un naufragio en que se cuenta con pocos salvavidas. ¿Por qué cabría darle uno primero al capitán si se supone que debe quedarse?
Se infiere, entonces, que los criterios deben ajustarse a las distintas situaciones. En democracia y en circunstancias extremas, se arribará a principios y reglas debatibles. Aun así, el mejor modo de sortear los dilemas consiste en la deliberación pública y transparente. Lamentablemente, nunca faltan personas que, de forma falaz, se autoperciben como ilustres o notables. Cuando los capitanes —autoridades de ministerios, universidades o empresas— no están a la altura, no se hunden con sus naves, sino que ellos mismos las hunden.
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