Homo habilis. Homo erectus. Homo sapiens. Homo ludens. Homo faber. Distintas formas de caracterizar —según su desarrollo evolutivo o sus cualidades distintivas— al ser humano, ese “bípedo implume”, para utilizar la humorística expresión que el biógrafo e historiador griego Diógenes Laercio le atribuyó maliciosamente a Platón. En los últimos tiempos una nueva fórmula se ha añadido a la larguísima lista de definiciones acuñadas con el propósito de saber qué es lo que nos hace humanos y nos diferencia de las otras especies animales. Se trata del Homo domesticus, fórmula que da título al importante libro que el antropólogo estadounidense James C. Scott publicó el año pasado. Etimológicamente la palabra domesticación proviene del latín domus que significa ‘casa’. La domesticación en su sentido más amplio sería la adaptación a vivir en una casa, con todos los cambios que supone pasar de una vida salvaje y natural a residir en ese ambiente artificial culturalmente modificado. Según algunos autores, como la antropóloga neozelandesa Helen Leach, esa aclimatación tuvo que ocurrir tanto en los animales como en el ser humano porque nosotros también tuvimos que acostumbrarnos a vivir en casas. Una idea que Karl Marx había explorado cuando afirmaba que el hombre se define por su capacidad para transformar sus condiciones de existencia. Y de adaptarse a ellas.
Ya Charles Darwin señaló que, en su proceso evolutivo, nuestra especie (el homo) ha experimentado una serie de cambios sustanciales en sus condiciones de vida, cambios que se han acelerado en los últimos milenios y, considerablemente, en los siglos más recientes. No obstante, la evolución de nuestra biología no ha ido al mismo ritmo, razón por la cual estaríamos padeciendo un desajuste genético-ambiental que se pone de manifiesto en las dificultades que tenemos para adaptarnos a un estilo de vida para el que no estaríamos debidamente acondicionados. Ese estilo de vida se caracteriza, entre otras cosas, por una marcada tendencia al sedentarismo, la falta de un descanso suficientemente reparador y una alimentación inadecuada que genera frecuentes problemas intestinales. Patrones de conducta, propios de la modernidad occidental, que grafican los costos que ha supuesto para el ser humano su desconexión respecto de la naturaleza.
El Homo domesticus aludiría a una nueva etapa en la evolución del Homo sapiens, caracterizada por este ‘déficit’ de condiciones naturales en nuestras formas de vida que se explicaría por el desajuste entre nuestro entorno tecnológico y nuestra constitución física que todavía correspondería a ese ambiente natural ancestral que exigía una gran cantidad de gasto energético diario. El cambio de un estilo de vida muy exigente físicamente en entornos naturales al aire libre, a un estilo de vida estacionario, casero, doméstico sería el origen de muchas enfermedades (la diabetes, las enfermedades cardiacas, el cáncer, entre otras) que son endémicas en nuestra civilización, y que son más bien raras o inexistentes entre los cada vez más escasos grupos étnicos modernos que siguen una dieta y un estilo de vida que están en armonía con nuestro antiguo genoma. Esta hipótesis apunta a señalar que, desde una perspectiva genética, todavía somos en buena medida cazadores-recolectores, y que la evolución cultural ha sobrepasado a la evolución biológica.