Parece sencillo pasar por su fachada, abrir sus antiguas rejas y entrar. Parece que a uno nadie lo viera, que nadie viera a nadie. Con quienes te cruzas al ingresar simplemente están, muchos ya no son. Se siente como, si al salir de la ciudad para atravesar sus muros, uno se convirtiera en un fantasma o en una imagen en blanco y negro, inmóvil, propia de otro tiempo. Parece sencillo entrar, lo realmente duro debe ser salir.
El hospital Víctor Larco Herrera es parte de una Lima que ya no ocurre, pero que sigue existiendo: es huella en el paisaje y en la mente. 21 hectáreas de recuerdos y de soledades se levantan entre chalets sobrevivientes y modernos edificios para albergar a los 275 hombres y mujeres que viven en una realidad distinta, lejos de las bocinas, la violencia de la urbe y la inseguridad de las avenidas. Aparentemente, el Larco Herrera no parece un refugio de la locura, sino un reducto de paz para escapar, justamente, de ella. Paredes de adobe, quincha y barro sostienen sus pabellones. Grandes ventanas de madera —con sus vidrios opacados por el polvo de los recuerdos perdidos— dejan pasar haces de luz a sus largos pasadizos, a cuartos con catres nostálgicos. Afuera, pistas y caminos de tierra que en invierno se oscurecen, producto de la humedad, como las almas. En sus jardines, el tiempo parece perderse en un paseo tan confuso como cotidiano. Hay mucho espacio para que convivan los pacientes y todas sus sombras.
Inaugurado el 1 de enero de 1918 con el nombre de Asilo Colonia de la Magdalena, ubicado frente al Puericultorio Pérez Araníbar, convirtió la avenida del Ejército en la irónica frontera entre la orfandad y la locura. Decisivo en su construcción y habilitación fue, justamente, Víctor Larco Herrera, empresario y político trujillano que, luego de unirse a la Beneficencia de Lima, tuvo como primera tarea supervisar los hospitales mentales de la ciudad. Tras recorrerlos se encontró con una realidad durísima e hizo lo posible por cambiarla.
El tratamiento de las diferentes perturbaciones en aquellos años incluía el uso de jaulas, cadenas, grilletes, cepos, camas como sarcófagos y la aplicación de diversas torturas que difícilmente podían significar la curación del enfermo. Eran evidentes e indignantes el descuido absoluto por la limpieza de los pacientes, los calabozos pútridos, la insensibilidad de los cuidadores y una violencia que incluía chorros de agua fría a residentes desnudos, inmersión brutal en el agua hasta bordear la asfixia y largos reposos en tinas de agua caliente que llegaban a causar la muerte por quemaduras. Incluso, hasta el siglo XIX, había días ‘especiales’ en los que se exhibía a los locos, como atestiguó el explorador y naturalista suizo Jacob von Tschudi, que lo comprobó durante su permanencia en Lima —entre 1838 y 1842—, en el hospital San Andrés, uno de los destinados entonces a esa clase de pacientes.
—Mentes brillantes—Un escritor que persigue a su familia en un hotel abandonado; un desquiciado de risa siniestra que amenaza Ciudad Gótica; un joven que atiende un hotel y venera el cadáver de su madre; un elegante caníbal que se convierte en consultor del FBI. Un tipo con un extraño peinado que lanza monedas cuya caída decidirá si alguien vive o muere; un yuppie neoyorquino que se imagina —o no— asesinando a todos aquellos que considera inferiores; un amante de Beethoven cuya leche favorita lo prepara para la violencia. Un pintor que se corta una oreja; un escritor checo que pide destruir sus manuscritos antes de morir para que nadie pueda verlos publicados; un cantante epiléptico que se ahorca mientras mira su programa favorito; un poeta español que se recluye por decisión propia en un sanatorio mental; una cantante, que alguna vez rompió una foto del papa, que anuncia su suicidio en Facebook; el guitarrista de una de las bandas de rock más importantes de la historia que deja de tocar para siempre.
Las imágenes que todos tenemos de la locura son una mezcla confusa de influencias cinematográficas, literarias y estereotipos. Solo imaginen lo que fue hace cien años. Entre 1917 y 1918, cuando terminaba de gestarse el Asilo Colonia de la Magdalena, Lima gozaba hacía apenas 30 años de luz eléctrica, los autos recién llegaban a Chosica; Norka Rouskaya bailaba frente a la tumba de Ramón Castilla en el Presbítero Maestro; la gripe era aún una epidemia y la Primera Guerra Mundial llegaba a su punto crítico.
Para Santiago Stucchi-Portocarrero, estudioso del tema y autor del libro Loquerías, manicomios y hospitales psiquiátricos de Lima, el llamado “tratamiento moral” de los enfermos mentales se desarrolló en Europa a fines del siglo XVIII como una ideología que planteaba un trato humanitario, que se oponía a los brutales métodos de ese entonces. En su ensayo “El tratamiento moral y los inicios del manicomio en el Perú”, Stucchi-Portocarrero sostiene que el introductor de aquellas ideas en nuestro país fue el médico José Casimiro Ulloa. Él denunció la lastimosa realidad de las entonces llamadas “loquerías” de los hospitales San Andrés y Santa Ana, fundados en el siglo XVI. Esto condujo, en 1859, a la creación del hospital civil de la Misericordia, del cual fue su primer director. Aunque aquí se intentó, inicialmente, concretar una reforma médica que modernizara por completo el trato a los pacientes mentales, el rápido aumento del número de estos terminó hacinándolo. Aunque Ulloa moriría en 1891, su trabajo no quedó inconcluso.
Manuel Antonio Muñiz, su sucesor, ganó en 1896 el concurso convocado por el Estado peruano para la construcción de un nuevo hospital de insanos con un proyecto minucioso… que dura hasta hoy.
“La casa del Cercado, inaugurada en 1859 con cerca de cien enfermos, se clausura, después de haber alojado 560, los mismos que instalados en la Magdalena recibirán los beneficios del campo, de locales amplios y cómodos, construidos a todo costo y preparados para implantarse en ellos los sistemas modernos que la ciencia aconseja para el tratamiento de los alienados”, decía El Comercio, el miércoles 2 de enero de 1918, luego de la inauguración del Asilo Colonia de la Magdalena, que en 1930 pasaría a llamarse Hospital Víctor Larco Herrera, en honor a su principal benefactor.
—Los patriarcas—Víctor Larco Herrera era descendiente de segunda generación de italianos afincados en el Perú, y fue sobrino de José Alberto Larco Bruno, promotor del Hospital Italiano de Lima, presidente fundador del Banco Italiano y alcalde de Miraflores (la avenida Larco fue llamada así en su honor). El padre de Víctor, Rafael Larco, fue primero comerciante y luego dueño de haciendas cerca de Trujillo, que tras su muerte quedaron a cargo de su joven hijo, pronto convertido en el mayor terrateniente del valle de Chicama y en uno de los grandes nombres en la industria azucarera del país. Pero lo suyo no eran solo los negocios, sino también la sensibilidad social. “Él se interesó en hacer grandes donaciones para el funcionamiento del hospital porque era un filántropo, y se preocupaba muchísimo por mejorar las condiciones de los enfermos”, nos dice la doctora Elizabeth Rivera, actual directora del Larco Herrera. En su momento, el hospital se convirtió en el primer centro en Latinoamérica en aplicar los más modernos tratamientos. En nuestro país fue el único en brindar atención psiquiátrica hasta 1961, cuando se inauguró el Hermilio Valdizán.
Por el hospital pasaron varios psiquiatras eminentes, que se esforzaron por encontrar tratamientos adecuados que no sirvieran solo como paliativos de los síntomas, sino que permitieran la reinserción de los mentalmente afectados. Doctores como Baltazar Caravedo, Juan Francisco Valega, Javier Mariátegui Chiappe —hijo de José Carlos, primer rector de la Universidad Peruana Cayetano Heredia—, o los mismos Honorio Delgado —que se relacionó estrechamente con Sigmund Freud y conoció también a Carl Jung— o Hermilio Valdizán, primer director del hospital.
—Músicos, poetas y locos—“Se prohíbe la entrada a los imbéciles”.
El cartel, intencionalmente grande y vistoso, estaba colocado en el ingreso del Conservatorio Nacional de Música, donde se presentaba una exposición de pinturas realizadas por los internos del Larco Herrera. Eran mediados de los años treinta y una Lima absolutamente pacata y convencional, que dividía opiniones por la reciente Ley de Divorcio, era por primera vez testigo de un arte ‘distinto’.
“Había un cuadro con un marco muy elegante, pero hecho de basura y excrementos y el título era ‘Burguesía’”, contó Pedro Arbulú, un testigo de excepción que trabajó en el sanatorio entre 1932 y 1947 como secretario de la Dirección y bibliotecario, y cuyo testimonio de sus años de servicio aparece en el libro Psiquiatras y locos. Entre la modernización contra los Andes y el nuevo proyecto de modernidad. Perú: 1850-1930, publicado por Augusto Ruiz-Zevallos en 1994. El responsable de la exposición era un asiduo visitante al Larco Herrera, nacido en 1903 como Alfredo Quíspez Asín, pero eternamente conocido como César Moro. El poeta y pintor surrealista acudía regularmente al nosocomio atraído por el vasto conocimiento del psicoanálisis y sus posibilidades en el arte, mostrado por el entonces director, Hermilio Valdizán, amigo suyo. “La pérdida de las facultades y la adquisición de la demencia/ El lenguaje afásico y sus perspectivas embriagadoras […]/ el grandioso crepúsculo boreal del pensamiento esquizofrénico/ La sublime interpretación delirante de la realidad/ No renunciaré jamás al lujo primordial de tus caídas vertiginosas oh locura de diamante”, escribiría Moro en esos años.
* * *“El mundo no está precisamente loco, pero sí demasiado decente. No hay manera de hacerle hablar cuando está borracho”. La palabra de Martín Adán resuena en los pabellones, en los pasillos, en los jardines. El hombre que en su seudónimo reunió a Darwin y la Biblia fue una de las miles de almas que han habitado el Larco Herrera, pero de los pocos que lo hizo por propia voluntad. Honorio Delgado, su amigo, le facilitó un espacio en el pabellón 2. Fue ahí donde acabó su célebre tesis De lo barroco en el Perú. Según el extrabajador Pedro Arbulú, un aspecto positivo en los 15 años que pasó allí fue que “ingresaban al hospital muchos artistas y hombres de letras”. “Por ejemplo, estuvo Francisco García Calderón, en su ancianidad, quien padecía de satiriasis. Estuvo Alfonso de Silva, músico; Roberto Carpio, otro gran músico arequipeño que según se dijo había cometido un crimen y que para no ir a la cárcel consiguió un certificado de enfermedad mental. Con Alfonso de Silva hacían un dúo magnífico. Alfonso tocaba el violín y Roberto el piano, y daban conciertos de música clásica. Engreídos por Honorio Delgado, hicieron del manicomio una especie de quinta de reposo y residencia de artistas. Estuvo también José Quíspez Asín, hermano de César Moro. Por eso, Baltazar Caravedo, otro exdirector, decía: ‘Esto ya no es manicomio: es academia’”.
Alfonso de Silva Santisteban fue amigo entrañable de César Vallejo. Malvivió en París junto a su esposa Alina —amiga de infancia de César Moro— y, aquejado de un serio alcoholismo, volvió a Lima y murió prematuramente en 1937. “Alfonso: estás mirándome, lo veo/ desde el plano implacable donde moran/ lineales los siempres, lineales los jamases”, le escribió Vallejo a su amigo tras su partida. El arequipeño Roberto Carpio, por su parte, fue director del Conservatorio Nacional de Música entre 1954 y 1960. Además del testimonio de Arbulú, no fue posible hallar otra fuente que lo ubique en el Larco Herrera en los años señalados. Por su parte, el filósofo, escritor y diplomático peruano Francisco García Calderón pasó sus últimos años allí luego de haber sido prisionero de los nazis, en 1942. Poco después de ser liberado se jubiló, volvió a Lima e ingresó al Larco Herrera en 1947. Sufría esquizofrenia.
Otros internos célebres fueron el conocido delincuente Luis D’Unian Dulanto, Tatán, que estuvo en los años cincuenta y escapó solo para ser encarcelado numerosas veces. También estuvieron el anónimo Maestro de las Calaveras, un original pintor de esqueletos cuya identidad se ha perdido y sigue en investigación; y Arturo Madueño y Rosas, joyero y artista plástico que ingresaría tres veces al hospital y aprovecharía el encierro para producir extraordinarios dibujos y grabados. Sus obras forman parte de la apreciada pinacoteca del nosocomio —que tanto protegiera Honorio Delgado, impulsor principal del Taller de Psicopatología de la Expresión—, que reúne más de tres mil piezas. Una pequeña parte de ella fue expuesta entre octubre y noviembre últimos en la Galería de Artes Visuales de la Universidad Ricardo Palma, como celebración anticipada del centenario.
—Los últimos tiempos—En 1984, el periodista Chema Salcedo se hizo pasar como enfermo de depresión para internarse en el hospital y comprobar las precarias condiciones en las que vivían los internos. Su informe, “Vida, pasión y muerte de la salud mental en el Perú”, fue publicado en la revista Quehacer en junio de ese año y causó un gran impacto en la opinión pública. Tiempo después, en agosto de 1987 y en medio de una huelga médica que llevaba casi dos meses, el también periodista Eloy Jáuregui se hizo pasar como paciente para investigar supuestos entierros ilegales de pacientes fallecidos en el mismo hospital. Tres días aguantó entre gritos y llantos, y tuvo que escapar trepando un muro. En su crónica de esos días denunció una mafia que incluía al mismísimo director del hospital de aquel entonces, destituido después de publicarse el texto. Aunque las condiciones han mejorado mucho, la actual directora, Elizabeth Rivera, nos comentó que es difícil realizar grandes cambios en su infraestructura, pues el inmueble pertenece a la Beneficencia de Lima y es considerado monumento histórico. Ella espera que el Ministerio de Salud logre pronto un acuerdo con la Beneficencia para que el Larco Herrera pase a su propiedad y pueda implementarse una gran modernización de infraestructura y servicios.
Hace dos años se dijo que en su terreno podría construirse la villa destinada a los deportistas para los Juegos Panamericanos, pero la idea parece olvidada. Ese mismo año, el 2015, Semana Económica lo incluyó entre los terrenos más codiciados de Lima. Su valor sería de 480 millones de dólares. En noviembre último, el Ministerio de Salud anunció la reorganización del hospital.
¿Cuál es el gran problema de la salud mental en el Perú? La directora Rivera responde: “La falta de un diagnóstico precoz, que ayude a tratar mejor los males. Además, hay otro problema grave, el abandono: 164 pacientes no son visitados por ningún familiar. Nosotros esperamos que eso pueda cambiar, para que muchas de esas personas puedan reintegrarse de algún modo a la sociedad”. Y es que, quizá, algunos puedan dar eco a aquel verso que escribió hace casi cien años Carlos Oquendo de Amat: “Tuve miedo y me regresé de la locura”.
Cifras de locuraEn los últimos años, la cifra de atenciones por trastornos mentales y de comportamiento se duplicó. Pasó de 468.623 el 2009, a 980.660 el 2016. Según el Minsa, 786.637 casos han sido atendidos entre enero y octubre de este año. Esto incluye esquizofrenia, neurosis, estrés, drogadicción, retraso mental y síndrome de maltrato. Las autoridades esperan alcanzar el millón de casos al finalizar el año. Según la Organización Mundial de la Salud, en el mundo cada tres segundos una persona es diagnosticada con demencia. La enfermedad de Alzheimer es la más frecuente.