Por Gabriel MesethEn gótnico, dialecto del nórdico antiguo, Fårö significa ‘isla lejana’. Los visitantes que acceden a ella para celebrar el solsticio de verano deben volar hasta Gotland, ínsula mayor de la cual depende administrativamente, y navegar en dos transbordadores por el estrecho que la separa de su jurisdicción. Desde la última glaciación del Pleistoceno, el mar Báltico ha ido esculpiendo en las costas de Fårö unos farallones llamados raukar, cuyas formas evocan animales fantásticos y entes demoníacos. Estas rocas y los 500 habitantes de la comunidad custodiaban a su vecino ilustre, Ingmar Bergman, cuando este era amenazado por seguidores que buscaban el reducto que el cineasta había construido en el corazón de esta isla, ubicada a 80 millas náuticas de la costa este de Suecia.
La relación entre Bergman y Fårö comprende medio siglo. A mediados de los años sesenta, en la cima de su carrera, los excesivos costos de producción lo llevaron a buscar nuevas locaciones. Al pisar el lugar, fue amor a primera vista. Abandonó Estocolmo para refugiarse en este territorio agreste, donde se entregaba a la contemplación de la naturaleza como espejo de su propia vida interior. En medio de un bosque tupido de árboles, musgo y flores silvestres, un muro de piedra rodea su propiedad privada, reforzada con carteles y perífonos que ahuyentan a los intrusos. Dentro de la casa, con interiores de pino, el director atesoraba una nutrida biblioteca y una sala de video donde veía tres películas al día, sentado en su poltrona de terciopelo verde. Bergman era dueño del único cine del pueblo, un establo convertido en sala de proyección privada. En esta isla escribió en soledad sus guiones y dirigió varias de sus películas con absoluta libertad para la experimentación.
* * *“Si el cine fuese una religión, Fårö sería la Meca o el Vaticano”, dice el mexicano Alejandro González Iñárritu cuando arriba a la isla en Trespassing Bergman, documental que estudia la influencia del sueco en los principales referentes del cine contemporáneo. Para Woody Allen, Bergman fue el artista más grande desde la invención de la cámara de cine. El ruso Andrei Tarkovsky, a quien Bergman consideró el mejor de todos, le correspondía de la misma manera.
En Linterna mágica, su libro de memorias, los retratos familiares, el descubrimiento del cine y el teatro a temprana edad —Strindberg fue su gran influencia— se mezclan con recuerdos de franqueza abrumadora, como cuando profundiza sobre la fragilidad de su salud, padecida desde su nacimiento en julio de 1918: “Sufrí toda una serie de enfermedades indefinibles; era como si no acabara de decidirme a vivir. Si me adentro en mi conciencia puedo evocar con exactitud lo que sentía”.
Las islas escandinavas fueron parte esencial en su obra, escenografía propicia para sumergirse en temas como la ubicuidad de la muerte, la religión, la soledad, los traumas de infancia y los miedos reprimidos, que el director indagaba con nuevos recursos expresivos. Con El séptimo sello afrontó el temor a su propia mortalidad: en tiempos de la peste negra, un cruzado reta a la parca a una partida de ajedrez para decidir su suerte, con el mar como un ominoso telón de fondo. En dramas psicológicos como Persona, La hora del lobo y Detrás de un vidrio oscuro, el horror de las crisis de identidad y el descenso a la locura son plasmados en las orillas de Fårö. En el documental Bergman Island, el director confesó que no volvió a ver sus películas para no sucumbir a la depresión.
A principios de 1976 fue acusado por el gobierno sueco de fraude fiscal. Si bien los cargos fueron levantados, las secuelas resultaron devastadoras para el director. Truncó dos proyectos, clausuró su estudio en Fårö, y partió al autoexilio en Múnich. Prometió no volver a su país, aunque asistió a los homenajes que le rindieron en el Dramaten y la Academia de Cine Sueca.
En 1984, un año después de filmar la elegíaca Fanny y Alexander —la última película que estrenó en cines—, el magnetismo de Fårö volvió a atraparlo. La reclusión de Bergman fue aun más severa en el último trayecto de su vida, especialmente desde 1995, luego de la muerte de Ingrid von Rosen, su quinta esposa. Murió mientras dormía hace diez años, el lunes 30 de julio, el mismo día que Michelangelo Antonioni. Fue Eva Bergman, una de sus nueve hijos, quien anunció la noticia. Su salud se había resquebrajado tras una cirugía a la cadera. Su habitación sigue intacta: la mesa de noche, con inscripciones en letra temblorosa, es una cartografía de las pesadillas que vivió en las noches solitarias de la isla.
El peregrinaje hasta la finca de Ingmar Bergman es cada vez más común. Aun más desde que un inventor noruego la comprara para convertirla en una residencia de artistas, académicos y escritores, ofreciendo alojamiento gratuito a quienes busquen desarrollar proyectos creativos (www.bergmangardarna.se/en). Para quien no le tema al aislamiento, la estancia en Fårö puede expandir las fronteras de su arte.
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