La sátira y el humor no serían lo mismo sin Molière. Sin su capacidad para desenmascarar las costumbres de su época —la corte francesa de mediados del siglo XVII— y transformar en comedia esa angustia del ser humano por la enfermedad, el envejecimiento, las ansias de riqueza y de poder. Y lo hizo a través de más de treinta obras en las que desnudó la doble moral de la vida cortesana, de sus matrimonios arreglados, de la hipocresía de la beatería religiosa y las imposturas de aristócratas y burgueses.
Como expresa el profesor y crítico teatral Percy Encinas, esto se debió “a su agudísima observación de la sociedad de su tiempo, combinada con el talento dramatúrgico para la construcción de personajes de tal contundencia arquetípica que se han develado universales”. Por eso, 400 años después del nacimiento de Jean-Baptiste Poquelin, Molière, sus obras se mantienen vigentes y sus enfermos imaginarios, misántropos, avaros y tartufos reaparecen cada temporada en los teatros de mundo. “Sus obras se han impuesto en clave de comedia, atravesando los siglos, en los que se las han juzgado como arte menor frente a la tragedia. Pero, sin banalizar una comparación, Molière ha logrado más o menos lo que Shakespeare en sus tragedias y dramas históricos: instalar formas de entender la tipología humana, de reírnos de ellas que es, en cierto modo, reírnos de nosotros mismos”, agrega Encinas.
Años buenos y malos
Para biógrafos y críticos, este comediante nacido en el hogar de un tapicero real hace cuatro siglos, plasmó en sus obras las propias aprensiones de su vida de saltibamqui, cuando después de graduarse en Leyes, lo dejó todo para montar su propia compañía, en una época en que ser comediante era un oficio de escasa reputación.
Por años, Molière se dedicó a recorrer las provincias francesas, montando comedias de situaciones sin mucho éxito hasta que descubrió que la clave estaba en sus propias creaciones, mordaces y tragicómicas, que lo convertirían en el comediante protegido de Luis XIV: “Tuvo tiempos buenos, regulares, malos y pésimos. Éxitos y fracasos. Algunos de estos le arrastraron a la cárcel cuando las deudas eran causal de prisión y sus proyectos no lograron cubrir los préstamos contraídos. Causó fastidio e indignación a sectores poderosos de su sociedad (la iglesia, gremios profesionales de prestigio), con quienes se vio enfrentado y solo fue salvado por la gracia del soberano que, por un tiempo, le protegió, después de haber valorado la calidad de sus obras”, apunta Encinas.
Neurosis y otros males
A partir de 1659, con el estreno de “Las preciosas ridículas”, se produjo la etapa más importante de su carrera, pero no por ello la menos tumultuosa. Tuvo que reescribir su obra “Tartufo” (1669) para evitar la censura de la iglesia, que lo persiguió por presentar en escena a un embaucador vestido de cura. Sus otras grandes comedias fueron “Don Juan” (1665), “El misántropo” (1666), “El médico a palos” (1666), “El avaro” (1668) y “El enfermo imaginario” (1673). “Yo creo que es el primer dramaturgo de las neurosis del ser humano, a partir de cierto momento todos sus personajes, que eran interpretados por él mismo, tienen esas obsesiones con la salud, con los cuernos, con la avaricia”, dice el actor y director teatral Alberto Ísola.
“Se ha identificado a Molière —agrega Ísola— con esta comedia no demasiado profunda, pero yo creo que es todo lo contrario: a partir de “La escuela de las mujeres” la comicidad viene de las características del personaje. Son todos hombres de mediana edad, alrededor de los 40 años, que se aferran a determinados aspectos para poder sobrevivir. Quieren protegerse del miedo que les da envejecer aferrándose a la religión, a la medicina, al dinero, son retratos sumamente complejos que hacen de Molière el creador de la comedia contemporánea, una comedia mucho más psicológica, centrada en las obsesiones de los personajes”.
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Esto hizo que sus obras estuvieran en el límite entre el humor y la tragedia, algo que también marcó su vida: ya mayor se casó con Armande Béjart, una mujer casi 20 años menor que él, hija de su primera amante, lo que desató habladurías de una relación incestuosa; luego tuvo un hijo que murió a los pocos meses de nacer, y además él mismo contrajo tuberculosis sin poder ser ayudado por la medicina de su época. Todo esto lo enemistó con galenos y contra quienes ejercían la pseudociencia. Molière murió casi sobre un escenario. En la cuarta función de El enfermo imaginario se sintió mal y fue llevado a su casa en París, donde falleció a las pocas horas. La leyenda dice que iba vestido de amarillo, color que ahora los actores rechazan por maldito.
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Molière y la pandemia
Una de las características de los clásicos es que sus temas no pierden vigencia, en ese aspecto destacan sus críticas a la medicina de su época, pero también a quiénes no creían en la ciencia, ¿qué vigente están estos temas en esta época de pandemia?
Responde Percy Encinas: “Es conocida la crítica filosa que Molière dedica a los médicos. Pero para comprenderla mejor hay que conocer el contexto. El de las prácticas médicas del siglo XVII. Y el del estado de salud del autor, quien sufrió problemas respiratorios por muchos años y debe de haber recibido (o padecido) con frecuencia la atención de los médicos de su tiempo. Algunos biógrafos hablan de un temprano hipo suyo, que quizás haya sido un tipo de dislalia que él habría aprovechado para colorear con gracia algunas caracterizaciones en escena. Pero hay que tener presente que, incluso en la Francia de ilustres científicos de su siglo, se solían aplicar procedimientos tan temibles como azarosos e inútiles. Que los personajes de Molière lo digan, no es lo impresionante. Lo es que los públicos de su teatro, desde la más alta nobleza hasta la burguesía emergente, lo hayan celebrado (con risas nerviosas y aplausos) como una especie de verdad por fin dicha, a través del vehículo persuasivo y liberador de la comedia. Pero no es tanto contra la buena intención curativa de la medicina que en realidad se ensaña Molière. En las, por lo menos, cinco obras en que les dedica comentarios y personajes, está claro que no ataca tanto a la medicina como a las formas de ejercerla, las que considera tan arrogantes como sobrevaloradas. Si recordamos que se ejercía después de haber alcanzado la “licencia legendi” en una pomposa ceremonia y se visitaba a los pacientes (que podían pagarla) con toga, bonete negros y sobre una mula de igual color; se exponía la opinión docta en términos latinos después de una revisión clínica tan solemne como esotérica para acabar dictando una de las temibles tres s: sangrir, senner, seringer (sangrar, purgar e irrigar con enema) o una combinación de ellas, no es difícil comprender la empatía que en grandes sectores del público suscitaron las situaciones creadas y actuadas por Molière sobre el escenario teatral”.
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“Respecto de la vigencia de esa crítica en la sociedad actual, diremos que aunque hay un evidente avance en la cientificidad de la medicina, muchos de sus profesionales aún pecan de contradicción y de tendencia al pensamiento seudocientífico (hemos visto a no pocos defender pociones mágicas ante el Covid-19, sin ningún respeto por el rigor de los protocolos científicos) pero sobre todo, mucho personal médico sigue centrado en la enfermedad y no en el paciente. Y olvida que el trato empático, la calidad y calidez de la atención son, muchas veces, más sanadoras que una farmacopea acertada. Una medicina verdaderamente humana, centrada en el bienestar holístico, cercana al paciente y su familia es algo que elevaría los índices de salud en las comunidades. Pero mientras esa medicina no se imponga, estará el teatro de Molière para decir lo necesario”.
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