Necesitamos saber. Ahí reside la clave de la eficacia de toda ficción y, especialmente, de toda ficción teatral. En su muy influyente libro de mediados del siglo XX, Lajos Egri señaló: “Cuando se levanta el telón, el público desea saber, lo más pronto posible, quiénes son esas personas que están en el escenario, qué es lo que quieren y por qué están ahí”. Saber quiénes son, por qué están allí pero, agrego yo, saber sobre todo “para qué” es una urgencia. Una urgencia que puede cobrar una fuerza incontenible.
¿Por qué necesitamos saberlo? Porque es una característica afianzada en nuestra historia evolutiva, porque es una cuestión instalada en la naturaleza humana. Valiosa porque nos ha permitido sobrevivir y prosperar desde los orígenes mismos de la especie e, incluso, desde antes.
La esmerada composición de relatos que cultivamos desde la época en que vivíamos en cavernas y que evolucionó (y nos hizo evolucionar) hasta identificarla como literatura o teatro lo ha intuido desde siempre. El auge de las neurociencias y el auxilio de las neuroimágenes en las últimas décadas solo lo han confirmado.
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Procesos emocionales
No es tanto el interés por las cosas, por los objetos casi siempre inertes dentro de una situación, salvo en la medida en que la suerte de estos implique el beneficio o el perjuicio posible a una persona, a otro miembro de la especie. Una viga crujiendo, unos pernos en proceso de ceder no serían tan preocupantes (ni cautivantes de nuestra atención) si no pusieran en peligro a alguien que sufriría el colapso de la techumbre o lo que sea que esa viga o esos pernos sujetan.
Cuando vemos por la televisión las dantescas imágenes de bosques en llamas, de desastres forestales que con el calentamiento global han aumentado en frecuencia y gravedad, es probable que una fascinación tan perversa como la de Nerón nos capture la atención estética un rato. Pero nada comparado a si supiéramos que en medio de esos árboles que crepitan bajo lenguas de fuego se encuentra una familia de venados. Hay una corriente inmediata que nos conecta con la lucha contra la muerte de esos seres vivos. Su zozobra en medio de la tragedia la captamos hasta sentirla en algunas modificaciones orgánicas de nuestro cuerpo. La participación en nuestros procesos emocionales de distintos órganos del cuerpo (no solo de zonas subcorticales como se creía), especialmente de los circuitos viscerales, ha sido comprobada por la biología contemporánea de modo categórico, dando también en esto razón a los poetas que lo señalaban desde hace siglos. Sentimos desde el estómago.
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Solo algo podría hacer que esa situación se incremente aún más hasta el punto de agudizarnos el interés y probablemente convertirlo en angustia compartida. Que en lugar de venados, sean personas luchando por sobrevivir. Sea una noticia periodística, un vídeo circulando por las redes en línea, un relato eficaz hecho de palabras o, más aún, de imágenes (un relato eficaz, en realidad, siempre está hecho de imágenes), sea cualquier forma de lenguaje que nos narre la situación, no podremos evitar ir hasta el final, enterarnos de si las personas se salvan o no, y cómo lo hacen. Queremos conocer el desenlace. Necesitamos saberlo.
Neurociencias cognitivas
La necesidad de comprender para anticipar la cadena de eventos cuando un ser vivo pero, especialmente, un congénere está en peligro deviene imperativa. Ya no solo es una certeza producto de la autoobservación subjetiva de artistas y espectadores. Las neurociencias cognitivas han confirmado esos hallazgos de forma categórica en múltiples experimentos controlados en laboratorios, como los que Bezdek y Gerrig realizaron en 2015 para medir las reacciones de personas ante distintas escenas de suspenso.
Capturar y sostener la atención del público, componer relatos con las medidas acertadas de información y expectativa no obedece a fórmulas. Pero, a la luz del estudio de las más eficaces ficciones, sí se puede identificar un conjunto de principios que propongo llamar “el imperativo de la acción dramática”. Porque impulsan a cada receptor (lector, espectador) a esfuerzos automáticos por conocer lo que sucederá en esos relatos. Ese imperativo dramático, además, es más nítido e irresistible cuando la ficción se atestigua en colectivo, cuando se comparte la experiencia en conjunto, dentro de una comunidad de espectadores, tal como Ardizzi et al. han demostrado en reciente experimento de la Universidad de Parma sobre el disfrute colectivo de las performances en vivo, publicado en 2020. Ese eco ancestral que nos resuena, que nos sincroniza, nos impele a conocer la experiencia del otro (persona o personaje), para incorporarla a la nuestra, favoreciendo así nuestra propia aptitud ante la vida, nuestra posibilidad de prosperar más allá de la mera supervivencia.
*El autor es miembro de la Asociación Iberoamericana de Artes y Letras / Universidad Nacional Mayor de San Marcos
Más información:
El seminario taller donde se explicarán los principios de la Dramaturgia imperativa, será dictado por el autor de este artículo y Julia Thays, y tiene como objetivo actualizar conceptos sobre las prácticas dramatúrgicas a la luz de las reflexiones y experiencias más contemporáneas. Se analizarán y gestionarán los procesos sensoriales orgánicos involucrados en las obras en proceso de creación. Se asesorará y dará orientaciones al proceso de composición de obras. El taller consta de ocho sesiones. Inicio: jueves 18 de noviembre, de 7:00 p.m. a 9:40 p.m. Inscripciones abiertas. Solicitud de becas hassta el el próximo 10 de noviembre. Mayores informes: contacto@aibal.org. El formulario de inscripción se puede encontrar en este enlace: https://forms.gle/1d7vAqprqvBNMicK6
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